Tras los pasos de Chávez
No fue tanto la victoria en sí misma, ni tampoco su magnitud, en realidad prevista, sino la manera en que fue presentada. Fue el propio Nayib Bukele quien que anunció su triunfo, concretó el porcentaje de votos obtenido en las presidenciales y cuantificó su número de escaños en las legislativas. Y no es que se anticipara por unos minutos a lo que se suponía que iba a proclamar el Tribunal Supremo Electoral: el comentario de Bukele en la red social X fue lo único que tuvieron los salvadoreños en la larga espera de los primeros resultados oficiales. Estos llegaron a las cuatro horas y media de que se cerraran los centros de votación.
Más allá de cuestionarse la limpieza del proceso de emisión y recuento (por irregularidades que puedan haberse dado está clara la popularidad del presidente, como insistían las encuestas), lo que la noche electoral puso de manifiesto es que Bukele ha absorbido otra institución del Estado, el Tribunal Supremo Electoral, completando con ello su poder absoluto. Ya se hizo con el control de la Asamblea Nacional con un importante triunfo de su nuevo partido, Nuevas Ideas, en 2021 (las legislativas se celebran cada tres años), y eso dio pie a Bukele para poder designar a personas afines en el Tribunal Supremo. Esa ampliación del control político le facilitó la autorización de medidas especiales contra las pandillas y, estratégicamente, también el permiso del Supremo para presentarse a una reelección que en realidad está prohibida por la Constitución.
La reducción de la violencia lograda en el siguiente estadio –en 2022 y 2023– explica el completo dominio ahora de la Asamblea Nacional: hace tres años, Nuevas Ideas logró el 66,6% de los escaños; este domingo, según Bukele, habría obtenido el 96,6%, dejando a la oposición únicamente un par de puestos. Bukele se ha felicitado que El Salvador haya devenido en un sistema político de partido único y lo ha presentado como un «récord en toda la historia democrática del mundo». La noche electoral descartó
reformar la Constitución para garantizarse la posibilidad de reelección indefinida, pero en realidad todo puede ocurrir: lo menos probable es que Bukele renuncie de manera voluntaria a perpetuarse en el poder.
Conviene no observar a Bukele como una novedad. El proceso que ha seguido ya lo estableció Hugo Chávez en Venezuela, quien también rápidamente fue cooptando las instituciones cuando aún era muy popular, tras lo cual emergió progresivamente sin tapaduras su carácter opresivo. El boicot de la oposición a las legislativas de 2005 permitió a Chávez contar con todos los escaños de la Asamblea Nacional y de ahí pasó a dominar los tribunales y el Centro Nacional Electoral. Chávez fue el primero en amasar un poder absoluto en un nuevo marco político, en el que dejadas atrás las dictaduras militares e iniciada una era democrática en el conjunto de América, toda perversión del sistema democrático debía hacerse irónicamente a través de las urnas mismas.
Chávez prosperó gracias a la bonanza económica que le tocó vivir y que le permitió el contento inicial ciudadano por los abundantes subsidios (así sucedió con otros imitadores, como Evo Morales en
Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, y, algo más ‘sui generis’, los Kirchner en Argentina).
Hoy estamos en una época de escasez económica y Bukele ha dado con el modo de asegurarse una popularidad primera que le permita el dominio político: la lucha contra las maras. Si Chávez tuvo imitadores, es probable que
Bukele también los tenga, pues los sondeos muestran poblaciones que valoran más la resolución de la alta violencia en la región que la pureza democrática: primero es vivir, luego, en todo caso, votar. Como ya se ha señalado, la inseguridad se está convirtiendo en el principal movilizador político de esas sociedades y otros políticos están haciéndose eco de la inquietud: desde nuevos líderes a la derecha de los conservadores tradicionales (como José Antonio Kast en Chile y Javier Milei en Argentina) a dirigentes de izquierda que comparten el problema de las maras (Xiomara Castro en Honduras).
La inseguridad se está convirtiendo en el principal movilizador político, de la izquierda a la derecha, de las sociedades latinoamericanas