Jinetes del pueblo
El campo que irrumpe en la ciudad imparte una justicia dolorosa pero encantadora pues remite a lo importante. La izquierda, tan clasista y tan pija, anda buscándoles el fachaleco a los manifestantes para desacreditarlos
Trae la primavera la prisa de las flores de almendro y un derrape de tractores sobre las rotondas. El campo que irrumpe en la ciudad imparte una justicia dolorosa pero encantadora pues remite a lo importante. Entran los agricultores por las circunvalaciones y me andan susurrando esa metáfora descarnada sobre la verdad que sugieren los rebaños que cruzan las ciudades por las cañadas y por supuesto los encierros de San Fermín.
La izquierda, tan clasista y tan pija, anda buscándoles el fachaleco a los manifestantes para desacreditarlos acusándolos –oh– de terratenientes y pretenden que no tienen razones porque la tierra es suya. ¿Pero no se trataba de eso? Hasta les echan en cara que vayan bien vestidos. No saben –porque no han estado–, que todavía en el campo la gente cuando puede se viste de domingo, no como en la ciudad que en los domingos nos vestimos de ‘papafrita’.
Yolanda no los acuna en su matria por ser demasiado ricos. A ver si es que la izquierda los quiere sin dientes, con los mocos colgando, y unas moscas casi azules andándoles por la cara mientras se mean las manos como Azarías de ‘Los Santos inocentes’.
El agricultor o ganadero aseado no les sirve pues sin el cuento del subdesarrollo no los pueden tratar como si no supieran conducirse en la vida y enterrarlos así en burocracia, papeleo, normas absurdas dictadas desde la quinta puñeta y leyes perturbadoras que igualan el valor de la vida del pastor a la del perro. Eso cuando no los insultan como seres maltratadores de toros, perdices y conejos, ultraviolentos envueltos en el humo de una Faria. Ah, y feos.
Por eso hoy les miran como si descubrieran una tribu del Amazonas y los aceituneros altivos les suena a una pregunta de la selectividad. Hoy se encuentran dos mundos que pugnan entre sí y aquí lo que se viene es un choque entre el agro y la urbe en la que la segunda siempre consideró al primero como algo vergonzoso, a abandonar, a esconder, a erradicar y a desconocer.
Para dos o tres generaciones de urbanitas, el campo es eso que discurre por encima del quitamiedos de la autopista o una casa rural con jacuzzi y un maldito gallo que madruga en las resacas. En este país lo que ha habido es una vergüenza de campo que es hija perfecta de la vergüenza del abuelo, un cuento por el que había que irse del pueblo y parecer de ciudad, y cuando los amigos de Montellano subían a sanfermines, para poder ligar se proponían engañar diciendo: «Que jemo de Madri y estudiamos medejina».
En este país hay un asco del campo como de pisar una caca y una guerra identitaria en la que tengo que resistirme mucho para no irme con los tractoristas y su sueño de madrugones, la mirada de los mil amaneceres y esa épica magnífica de cowboys de Navalmoral de la Mata. Por eso reniego de la violencia, la utilización que de ellos hacen los partidos y de los chantajes, pero, ay, chico, me alboroto cuando sé que se acercan a Madrid los jinetes del pueblo de aquel poeta y casi se escucha que a corazón suenan las tierras de España en sus herraduras, «que es nadie la muerte si va en tu montura» (‘Galope’, Rafael Alberti, 1938).
Los quieren como Azarías El agricultor aseado no les sirve pues sin el cuento del subdesarrollo no los pueden tratar como si no supieran conducirse en la vida