ABC (Córdoba)

Miley Cyrus es una estrella

Una mujer que en lugar de hablar de empoderami­ento, se empodera. Y, mientras otras se lamentan, ella va, triunfa y vuelve

- JOSÉ F. PELÁEZ

Llevo una semana viendo los mismos cuatro minutos y dos segundos en bucle, pero reconozco que no puedo dejarlo, es posible que me haya enganchado. No pasa nada, al fin y al cabo otros se enganchan a cosas más insólitas como el fentanilo o el trabajo.

El vídeo es el de la entrega de los premio Grammy, en Los Ángeles. Miley Cyrus canta ‘Flowers’ con el pelo como Tina Turner y un vestido dorado que es en realidad plateado, pero qué más da, todo en ella es dorado y Miley resplandec­e como el oro en lingotes, como los destellos del champán de los anuncios, como el ego de los artistas.

Uno empieza a estar cansado de tanta buena chica, de tanta voz de niña desnutrida, de tanto empoderami­ento fingido y de tanto compromiso social. El único compromiso de un artista es consigo mismo y con su obra y Miley se comporta como lo que es: una estrella excesiva, excéntrica e insoportab­le, que es, por supuesto, como nos gustan las estrellas. A los artistas humildes, equilibrad­os y accesibles no hay quien los aguante. Son carne de fundación fraudulent­a y de anuncios de natillas.

Pero Miley es otra cosa. Ella es la galaxia entera, es Andrómeda con tacones. Se mueve por el escenario como yo por mi sofá. Se diría que la cámara es su lugar en el mundo, su hábitat natural, como si no hubiera algo más normal para ella que saberse objeto de varios cientos de millones de miradas. Y, de algún modo parece dar a entender que ni siquiera interpreta un personaje. Es posible que ella sea exactament­e eso y que, en todo caso, el personaje sea lo otro, lo que queda de ella un martes por la tarde, cuando no hay cámaras, escenarios ni miles de pares de ojos. Como Superman, a Miley no le da el poder el disfraz. Al contrario, ella se disfraza de normal para pasar desapercib­ida. Pero en los Grammy se lo quita en un carnaval inverso, le hace un monumento a su neurosis, se alborota el pelo con las dos manos mientras da saltitos de felicidad y pone mirada de niña chiflada, de niña egocéntric­a, de niña narcisista que ha nacido para ver cómo la miramos. Hay algo en ella infantil, como si estuviera siempre bailando para las visitas en casa de sus padres. Solo que ya no hay padres y las visitas somos el resto, que nos quedamos con los ojos como platos y las mandíbulas dislocadas tras ver, de una santa vez, a una mujer que en lugar de hablar de empoderami­ento, se empodera. Y que mientras otras se lamentan ella va, triunfa y vuelve.

Luego se pone de perfil, coge el micro como Steven Tyler, remata el tema y tira el pie como Prince tira la guitarra en aquel homenaje a George Harrison delante de su hijo Dhani. Y sale Miley del escenario como Curro sale de la cara del toro. Y se pierde entre el humo desfilando muy despacito, sin despedirse y modelando la figura en un desplante eterno, como si fuera directa hacia su propia leyenda. Y vemos cómo se convierte a la vez en Marilyn camino del mito, en Dorothy camino de Oz y en Caperucita Roja camino de comerse al lobo. Faltan más estrellas como tú, Miley.

Se echan de menos a artistas de otro tiempo que quemen camerinos en fiestas excesivas, que incluyan peticiones extrañas para el hotel como, qué sé yo, un loro, un sacerdote, un espeto. Se echan de menos mujeres que no sean de este mundo, mujeres que rompan corazones y contratos y, sobre todo, mujeres que, como tú, nos recuerden de una vez cómo caminaba una estrella.*

A los artistas humildes, equilibrad­os y accesibles no hay quien los aguante. Son carne de fundación fraudulent­a

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// REUTERS La artista, en un momento de su interpreta­ción de ‘Flowers’ en los Grammy
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