ABC (Córdoba)

El misterio Clint, la leyenda Eastwood

Un nuevo libro se adentra en la faceta más desconocid­a del actor que traspasó la pantalla hasta convertirs­e en el director que mejor retrató el alma de Estados Unidos, un cineasta que sigue en activo a sus 93 años

- FERNANDO MUÑOZ

Su presencia siempre fue imponente –1’93 de arrebatado­ra figura–, también esos ojos azules que aún no había aprendido a esconder achinando los ojos. Pero en 1951, Clint Eastwood Jr. no era más que el hijo de un vendedor itinerante de bonos al que habían reclutado para participar en la guerra de Corea. A sus 21 primaveras, su rutina se culminaba actuando en locales de jazz de Oakland a cambio de cerveza gratis y de asegurarse de que las mujeres del público se acercarían a él. Por entonces, solo era Clint, un hijo más de la Gran Depresión que aprendía en los pueblos los valores americanos: «Siempre me he considerad­o demasiado individual­ista para ser de derechas o de izquierdas», llegó a decir. En aquel año la muerte rozó la nuca de Clint y pensó que debía mirar más lejos, hacer algo que trascendie­ra. Y comenzó a fraguarse la leyenda Eastwood.

Fue un accidente, una tragedia que se hubiera llevado de manera anónima a uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos. Tras visitar a sus padres en Seattle, Eastwood convenció a un militar de que lo llevara de vuelta a California, a la base Fort Ord, donde estaba recibiendo instrucció­n militar. Se montó en el pequeño avión, un Douglas AD Skyraider donde solo había un asiento para el piloto. El gigantón se apretujó en la cola, en el hueco que dejaba el equipamien­to para el radar. Al poco del despegue, descubrió que la puerta no cerraba bien y ahí, casi congelado y al borde del desmayo, intuyó que todavía la cosa se ponía peor cuando el avión empezó a perder altura: se habían quedado sin combustibl­e. El piloto logró amerizar a cinco kilómetros de la costa. Eastwood, que había destacado en las pruebas de natación de Fort Ord, se pudo guiar por las luces de las casas y alcanzó la orilla a punto de desfallece­r. «Te dan una oportunida­d para existir y lo haces lo mejor que puedes», diría después, tal y como se recoge en ‘Clint Eastwood, la última leyenda de Hollywood’, que Libros Cúpula publica el miércoles.

Tras el episodio, y con la paga que le dio el Ejército, se mudó a Los Ángeles a estudiar Administra­ción de Empresas (que le vendría bien años después para fundar Malpaso, la productora que todavía levanta sus películas) y ahí, en Los Angeles City College, Clint se apuntó a clases de arte dramático. Solo tres años después ya estaba inscrito en el programa de jóvenes actores de Universal (una cantera que venía de los estertores del sistema de estudios, que estaba en decadencia) y se había decantado por las técnicas de Chéjov en lugar de las de Stanislavs­ki. Pero ni su planta ni su formación le ayudaban a encontrar un papel. Al pobre Clint solo le llamaron para dos papeles de serie B de los que se avergonzar­ía el resto de sus días. Entonces la diosa fortuna volvió a rozar su nuca. Le llegó la oportunida­d, una que suena a cliché entre las historias de orígenes de Hollywood. Estaba sentado en un bar cuando un ejecutivo de la CBS le dijo que fuera a hacer una prueba para una serie que iban a lanzar. Y así logró el papel que marcaría sus orígenes, la escuela en la que aprendería lo que quería hacer, lo que jamás repetiría y, lo más importante, el que permitió que todo EE.UU. descubrier­a esos ojos. La fama de Eastwood emergió con la televisión, en ‘Látigo’, y ya nunca le abandonarí­a.

Oferta de Sergio Leone

Una figura que no es solo la que conocemos los espectador­es; también la que gestó como empresario en los despachos. La cosa fue fulgurante, no sin casualidad­es, claro. Primero, en ‘Látigo’, donde trabajó de lunes a sábado doce horas al día para un total de 217 capítulos. Ahí aprendió a rodar rápido, a que la cámara tenía que estar en los lugares interesant­es de la acción y que la televisión, pese a todo, se le quedaba pequeña. Así que ahí estaba el Clint, camino de ser Eastwood, labrándose un futuro de sol a sol cuando le llamaron desde Italia. Cruzar el Atlántico en un parón de la serie en lugar de descansar no parecía apetecible a un tipo que había cogido fobia a los aviones. Además, la mala fama precedía a esas coproducci­ones europeas de medio pelo: o el actor no cobraba o cobraría tarde y mal. Pero le gustó lo que un desconocid­o Sergio Leone le ofreció. Un guion –traducido de manera macarrónic­a del italiano– en el que encontró un personaje con potencial (poco se parecería aquella primera versión a lo que diseñó el propio Eastwood, donde llegó a reducir cuatro páginas de diálogos a una frase y una mirada) y, sobre todo, una adaptación «libre» (que en espagueti wéstern significa sin pagar un duro por derechos de autor) de ‘Yojimbo’, de Kurosawa. «Además, nunca había estado en Europa. Así que pensé, ¿por qué no?», reflexiona en el libro el cineasta, en esa mezcla entre cinismo, modestia y clase que ha manejado siempre.

En Europa, además de forjar una mirada que es historia del cine, aprendió a negociar tras las cámaras. Cuando rodó ‘Por un puñado de dólares’ (1964), el éxito les sorprendió preparando ‘La muerte tenía un precio’ (1965). Así que cuando le ofrecieron en 1966 rodar ‘El bueno, el feo y el malo’, el Clint empresario se puso serio: 250.000 dólares (de un presupuest­o de 1.300.000), un Ferrari y el 10% de los beneficios. A la cuarta colaboraci­ón que le ofrecieron, decidió

Cuando le pidieron rodar ‘El bueno, el feo y el malo’, había aprendido a moverse entre tiburones. Exigió 250.000 dólares y un Ferrari

Con 21 años, un accidente de avión casi lo mata. «Te dan una oportunida­d para existir y lo haces lo mejor que puedes», dijo después

volverse a Estados Unidos a por los dólares de Universal.

Lo que consiguió con su mítico personaje no hace falta volver a contarlo otra vez. Aunque sí que aquel éxito le permitió abrir una puerta y cruzarla para siempre: ser director, su verdadera pulsión. Fue Universal el que le concedió, casi como un capricho para contentar a la estrella del momento, ponerse tras las cámaras después del curso gratis que recibió rodando a las órdenes de su gran amigo Don Siegel.

El escritor Ian Nathan encuentra en ‘La última leyenda de Hollywood’ un hallazgo curioso: en las grandes obras del Eastwood ya consagrado se puede encontrar una búsqueda de los orígenes de Clint a través de los personajes que lo encumbraro­n. El cineasta en busca de su yo juvenil, que es otra forma de decir que es el cineasta en busca del héroe americano con el que ha cerrado su triunfal filmografí­a estos últimos años.

El hombre tranquilo

Ya establecid­o, compró un pequeño rancho cerca de la base militar del que se había enamorado de joven y, allí, fundó su productora, Malpaso. Unió todas sus pasiones sobre esa tierra: la del actor de mirada áspera, la del director que miraba el alma de sus personajes y la del productor que miraba el bolsillo. Así, el niño que descubrió el cine gracias a Gary Cooper en ‘El sargento York’, el actor que considerab­a a James Cagney como su favorito, el cineasta que tiene como una de sus películas predilecta­s la comedia absurda ‘Los viajes de Sullivan’ y el hombre que disfruta el jazz sobre todas las cosas –participó en un recital en Monterrey–, se convirtió en el único tipo de Hollywood respetado y admirado en Europa y EE.UU., por los demócratas y por los republican­os, por los jóvenes y por las abuelas. Una leyenda que el 31 de mayo cumplirá 94 años con la mirada todavía detrás de la cámara. Solo la muerte lo bajará del caballo de la gloria del cine al que se subió de casualidad. Aunque en realidad siempre estuvo allí.

‘CLINT EASTWOOD: LA ÚLTIMA LEYENDA DE...’

Ian Nathan. Libros Cúpula. 31,95 €

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// EFE Clint Eastwood, en su juventud, durante el rodaje de una película
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