ABC (Córdoba)

Un gran hombre de Córdoba

Se llama Santiago Muñoz Machado, y con él va siempre Córdoba, su corazón la lleva

- JOSÉ JAVIER AMORÓS

ESCRIBO de un hombre al que no conozco. Al que no conozco más que de leerlo, que no es flojo conocimien­to. Se llama Santiago Muñoz Machado, y con él va siempre Córdoba, su corazón la lleva. Este periódico, que sabe de grandeza, le ha concedido el Premio Gran Capitán, creado para honrar a quienes honran a esta gran tierra con una gran obra. Mi dedicación a la Oratoria me ha enseñado el valor y la significac­ión del silencio. Por eso decido escribir este artículo. Porque no hacerlo, hoy y aquí, me parece una falta de respeto. También el silencio ofende, y existe la injuria por omisión. No celebrar hoy la inteligenc­ia deslumbran­te de este gran cordobés puede resultar tan ofensivo como un insulto. A uno le gusta que los pueblos canten la gloria de sus hijos mejores. Que la canten con fuerte voz, con voz que se oiga en el campo. Y que los vigorosos toros de Jaralta reciban la noticia, para que se enteren de que también por ahí les viene la casta. El profesor Muñoz Machado pertenece desde hace tiempo a la cofradía de los grandes hombres. Y en ella sigue, porque no ha hecho nada para perder estatura. Más alto no se puede llegar, y doy por supuesto que ha pagado el precio que exige su superiorid­ad intelectua­l. «La inteligenc­ia se paga caro o se niega». Ya es mucho ser cordobés. Y él se ha convertido, además, en un cordobés que saca una cabeza a sus hermanos. Tiene campo, campo, campo. Tiene toros en el campo, que se educan para morir fieramente en la plaza. Y vive y reina sobre el centro mismo de la inteligenc­ia, que es el lenguaje. ¿Qué puede ofrecerle el Paraíso a un hombre así? Como es un sabio, se habrá recuperado sin dificultad de tanto éxito. Eso significa que, en Muñoz Machado, el hombre es superior al intelectua­l triunfante.

Recuerdo que cuando leí su discurso de ingreso en la Real Academia Española tomé notas, por instinto de magisterio. También lo hago cuando releo a Cicerón. Como admiro a quien yo quiero y no a quien el poder o la publicidad, que son la misma cosa, me proponen como admirable, admiro a Santiago Muñoz Machado libre y voluntaria­mente. Mi catálogo de inmortales lo confeccion­o yo, que únicamente aspiro a dejar memoria fugaz en mis nietos. Por eso puedo ser exigente, y decir todo esto que digo con conocimien­to de causa y de obra. Porque he aprendido a ponerle muchas condicione­s a la admiración, y así evito que se confunda con el embobamien­to. Sospecho que estoy ante un hombre afortunado; todo indica que ama apasionada­mente lo que hace y ha conseguido hacer lo que ama. Eso facilita que su cerebro sea «difusivo de sí», como decían del bien los escolástic­os. Hay en tanta gloria un punto de extraterri­torialidad, como si el maestro ya no pertenecie­ra únicamente a este mundo. Es muy probable que si un periodista le pregunta qué le gustaría que dijeran de él, cómo le gustaría ser recordado, responda lo mismo que Vicente Aleixandre, también académico, Premio Nobel de Literatura: «Me gustaría que dijeran que fui una buena persona». Eso es lo más admirable de todo.

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