La piel dura de Malaparte DORIA
«Malaparte, como Jünger, no era persona de confiar para ninguna de las ideologías en las que –aparentemente– militó. Y no lo era porque, en su misión de cronista, antecedente de la ‘non fiction’ del nuevo periodismo, afrontó cada etapa política como un objeto de estudio forense que confirmaba el pésimo diagnóstico de las utopías que empiedran el camino del infierno. ‘Kaputt’ y ‘La piel’ son dos de las mejores novelas del siglo XX vigentes en el XXI»
HABLEMOS de ‘La piel’ en el 75 aniversario de su publicación en 1949. Con esta novela Curzio Malaparte completa el díptico sobre la Segunda Guerra Mundial que abrió ‘Kaputt’. Ambos títulos deberían figurar entre las mejores novelas del siglo XX, aunque a su autor la posteridad le haya sido ingrata. Digamos a las nuevas generaciones que Curzio Malaparte era el pseudónimo de Kurt Erick Suckert, nacido en 1898 en Prato e hijo de un alemán que se instaló en la villa toscana y casó con la italiana Eugenia Perelli. El ‘nom de plume’ Malaparte es una provocación: si la vida de Bonaparte acabó en derrota, la de Malaparte sería victoriosa, ironizaba el escritor.
Ya desde su infancia, el joven Kurt que con el tiempo sería Curzio, suscita opiniones divergentes: unos biógrafos aseguran que no destacó en sus estudios mientras que otros subrayan una inteligencia sobresaliente: «Toda la existencia de Malaparte –como intelectual, como escritor e incluso como hombre– es como un movimiento pendular que fuese entre el conocimiento y la intuición, entre el meditar y el improvisar», señala Juan Ruiz de Larios en el prefacio de las Obras Completas de Plaza y Janés en 1960 (sus novelas han sido reeditadas por Galaxia Gutenberg).
Uno de sus mejores amigos, el también escritor y diplomático Agustín de Foxá, afirmaba que Curzio Malaparte «no necesitaba aprender nada de la vida ni de la cultura, porque ya había nacido sabiendo de una cosa y de otra». Recordemos que sin la intervención de Foxá, el manuscrito de ‘Kaputt’ no habría podido llegar a la imprenta. Malaparte comenzó a escribir la novela el verano de 1941 en una aldea ucraniana, al inicio del ataque alemán a la URSS. Las primeras cuartillas las pergeñó en casa de un campesino. La escritura quedó interrumpida cuando la Gestapo expulsó a Malaparte del frente ucraniano por sus críticas al nazismo en las crónicas que publicaba en el ‘Corriere della Sera’. El autor prosiguió ‘Kaputt’ en Polonia y en Finlandia donde prácticamente la dejó acabada, a excepción del último capítulo. Obligado a retornar a Italia por enfermedad, temeroso de los registros de la Gestapo en la escala alemana del vuelo que le llevaría a Roma, Malaparte dividió el manuscrito en tres partes: una de estas, al cuidado de Agustín de Foxá quien, tras ser representante de España en Helsinki, volvía a Madrid. Al poco de aterrizar en Roma, recién caído Mussolini, Malaparte fue detenido por su denuncia de la intervención alemana y la inepcia de Badoglio para responder el golpe nazi. El escritor dio con sus huesos en Regina Coeli, cárcel que ya había conocido como disidente del fascismo. Al salir de la prisión, Malaparte se refugió en Capri. En aquella casa aislada, de extraña y metafórica arquitectura, puso punto final a ‘Kaputt’ en septiembre de 1943. El título alude a sus etimologías hebrea (‘kopparôth’) y francesa (‘capot’): sacrificado, hundido, deshecho, roto, acabado, destruido. El campo semántico del siglo XX europeo.
Consumada la derrota militar de los totalitarismos fascista y comunista, Malaparte pedía a los nuevos tiempos libertad y respeto. Porque en la Europa de entreguerras se perdió el respeto a la condición humana mientras que el oficio de escritor estaba erizado de peligros. El prólogo de ‘Kaputt’ se cierra con una cita de ‘El espíritu de las leyes’ de Montesquieu sobre el retorno de los demonios y el pertinaz recurso a la violencia: «Después de las inundaciones y los diluvios surgieron en la tierra hombres armados y se exterminaron». La sentencia de Montesquieu se ha confirmado una y otra vez: lo vimos en la antigua Yugoslavia, lo vemos en la guerra de Putin contra Ucrania y en Gaza.
Malaparte, que transitó por el anarquismo, el militarismo de 1914, la Marcha sobre Roma, la esperanza y desilusión del comunismo, escribió en ‘Malditos toscanos’ que las gentes de su tierra eran la mala conciencia de Italia, divisa equiparable a la condición ética del escritor que ejerce el periodismo: «Porque cada hombre, como cada pueblo, si no quiere dormirse en su grasa y ahogarse en su retórica, necesita que alguien le diga a la cara lo que se merece, lo que todos piensan de él y nadie se atreve a decirle, sino a su espalda y en voz baja». Malaparte, como Jünger, no era persona de confiar para ninguna de las ideologías en las que –aparentemente– militó. Y no lo era porque, en su misión de cronista, antecedente de la ‘non fiction’ del nuevo periodismo, afrontó cada etapa política como un objeto de estudio forense que confirmaba el pésimo diagnóstico de las utopías que empiedran el camino del infierno. Cuando todo era entusiasmo por la liberación americana, Malaparte advertía del Telón de Acero a los liberadores: «La ocupación hitleriana era exclusivamente militar; oprimía cruelmente a los pueblos, pero no trastornaba el orden social de nuestro desgraciado continente». La ocupación rusa iba más allá del retorno a la opresión; sustituía el orden racista por el odio de clases: «Consideran a los burgueses del mismo modo que los alemanes consideraban a los hebreos».
‘Kaputt’ y ‘La piel’ son dos de las mejores novelas del siglo XX vigentes en el XXI: documento histórico, realismo periodístico y realismo mágico. Confirman la definición de Albert Camus sobre la novela: filosofía en imágenes. Malaparte graba en la memoria del lector un caudal de imágenes. Aquella de ‘Kaputt’. Los caballos congelados en el lago finlandés: «El lago era como una inmensa losa de mármol blanco sobre la que estaban colocadas cientos y cientos de cabezas de caballo. Las cabezas parecían cortadas con un cuchillo, solas, emergiendo de la corteza de hielo. Todas las cabezas se volvieron hacia la orilla. En los ojos dilatados todavía se podía ver el terror brillando como una llama blanca».
El título de ‘La piel’ lo inspiró un episodio de la liberación de Roma. Un hombre acude a vitorear a los americanos, se tropieza y acaba aplastado por las orugas de un tanque Sherman. Al contemplar la escena, Malaparte recuerda otra situación similar en la ucraniana Jampol en 1941. Un judío atropellado por un carro de asalto: «Era una alfombra de piel humana y la trama era una delgada armazón ósea, una verdadera telaraña hecha de huesos machacados. Parecía un vestido almidonado, una piel de hombre almidonada». Cuando el cuerpo aplastado quedó despegado del suelo, alguien lo ensartó en el pico de una bandera: «He aquí la bandera de Europa, nuestra bandera», escribe. Uno de los compañeros allí presentes le contradice: «No es mi bandera; sobre mi bandera hay escrito Dios Libertad y Justicia». Malaparte se lo toma a risa y le conmina a participar en el entierro de esa bandera de piel humana, alegoría cruel del nulo respeto por una dignidad humana devenida en tópico de la verborrea buenista. Un puñetazo al estómago en esta sociedad amnésica y políticamente correcta: «Y así vimos arrojar la bandera de nuestra patria, la bandera de la patria de todos los pueblos, de todos los hombres, a la fosa de las inmundicias...».