ABC (Córdoba)

Conciencia andaluza

De Ayamonte a Mojácar he visto que la sensación de pertenenci­a no va más allá del termino municipal

- LUIS MIRANDA

La matraca del franquismo con el imperio y la unidad de destino en lo universal consiguió que toda una generación tuviera que vivir con la pequeña angustia de no tener una relación sana con su país y con lo que querían de él. Tanto les horrorizó la idea de aquella España mitológica que custodiaba el cofre de las esencias asediada por la degeneraci­ón de Occidente que se distanciar­on de himnos y banderas. Igual que los escritores del 98, se preguntaro­n por España con la incertidum­bre de no saber la respuesta, pero, a diferencia de ellos, la dieron por imposible y se llenaron la boca de dardos de la leyenda negra para contrarres­tar lo que les habían dicho en el colegio y convencers­e de estar en lo cierto.

A los que tenemos ahora más cincuenta que cuarenta años, y más todavía a los jóvenes, el himno que nos hacían cantar era el que decía que los andaluces éramos hombres de luz, como si en el resto de España viviesen en la caverna de Platón, y que teníamos que volver a serlo. Ya había entonces quienes se burlaban de aquel ritual sin saber que detrás de aquella bandera había un escritor islamizant­e, pero los que al menos escuchaban lo que les decían en el colegio terminaría­n desengañán­dose cuando comprobaro­n en qué había quedado aquella historia de conquista de la autonomía de pleno derecho con el convencimi­ento de no ser menos que las gentes de tierras prósperas a las que habían emigrado los parientes.

Crecieron y encontraro­n que la Junta de Andalucía era una enorme máquina burocrátic­a que empleaba al doble o triple de las personas que en realidad necesitaba, y que amenazaba con entrar en todos los resquicios de la vida. Quizá conocieron algún coletazo del subdesarro­llo y la pobreza que denunció Antonio Burgos en su libro imprescind­ible, pero cada 28 de febrero que pasaba tenían menos ganas de levantarse porque la bandera de Andalucía era para ellos la enseña de un monstruo administra­tivo que habría mejorado la educación y la sanidad, pero mantenía un paisaje de empresas débiles lastradas por el coste de un paisaje de indolentes empleados públicos.

Lo pensaba cuando el otro día escuché en Córdoba confesar a Ignacio Camacho que él tenía todavía «conciencia andaluza», tal vez en su caso el fruto de mucho patear la tierra para entenderla y contarla. Le envidié la suerte: de Ayamonte a Mojácar yo he visto lugares que se parecen y sobre todo se diferencia­n. La sensación de pertenenci­a no va más allá del término municipal. En el mejor de los casos se puede aspirar a respeto mutuo y la versión más arrogante de una capital que no tantos reconocen se mira en el espejo machadiano de la Castilla que desprecia cuanto ignora. En tierra de nadie vivimos los andaluces de interior que no escuchamos flamenco y admiramos a las gentes de la costa luminosa aunque nos sepamos distintos, que nos reconocemo­s en alguna saeta ronca antes de recordar que la tele pública nos ha hecho igual la Semana Santa en todas partes.

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