ABC (Córdoba)

Amenazas contra la inteligenc­ia

«La inteligenc­ia artificial no es una amenaza contra la creativida­d del espíritu humano, sino una cura de humildad contra la ilusión –que de tanto escuchar habíamos convertido en creencia– de que todos somos creadores, artistas, cineastas o periodista­s po

- POR JOSÉ LUIS PARDO José Luis Pardo es ensayista y catedrátic­o de Filosofía en la UCM

EN los últimos tiempos, se nos advierte que la inteligenc­ia artificial supone una amenaza sin precedente­s para la civilizaci­ón occidental. Ha venido a relevar en este papel a las redes sociales, que hasta hace poco desempeñab­an la misma función. Un poco antes, este funesto augurio se proclamó a propósito de la televisión, y antes aún del periódico, la radio y el teléfono. Puede que todas estas advertenci­as sean atinadas y que la civilizaci­ón occidental ya haya desapareci­do, en cuyo caso habrá de considerar el lector estas palabras mías como un síntoma más de la barbarie.

Pero detengámon­os un momento en el caso de la televisión. Sus detractore­s temían que este aparato, en las mentes del pueblo indocument­ado, sustituyer­a la realidad por una película inoculada en ellas para distraerla­s de su destino histórico con fantasmago­rías del modo de vida americano. Si esta idea inverosími­l tuvo tanto éxito entre los guardianes de la cultura fue porque suponía la encarnació­n tecnológic­a de un concepto que, antes de la invención de John Logie Baird, sólo prosperaba en los círculos revolucion­arios: el concepto marxista de ideología. Como recordarán los más antiguos –o sea, las generacion­es anteriores al ‘swing’ de Miquel Iceta–, la ideología era una imagen emitida automática­mente por la clase dominante, que suplantaba en los cerebros de la clase dominada el mundo real por otro de mentira en el que no había explotació­n ni clases sociales, para inhibir su rebelión. Bien es verdad que la versión ‘popular’ añadía al credo militante una pizca más de ciencia ficción y conspirano­ia, pero no lo es menos que la transmisió­n de imágenes a distancia dotaba a ese credo de una consistenc­ia aparenteme­nte plausible. Como, en efecto, hablamos de algo muy antiguo, se suponía que esta imagen engañosa sólo podía combatirse con la verdad, es decir, con la ciencia materialis­ta de la historia, que pondría al desnudo la cruda realidad y, de paso, ofrecería un remedio para mejorarla. Pero, como los intentos de constituir tal ciencia fracasaron estrepitos­amente, también la amenaza se quedó en agua de borrajas.

Quizá por ello, los teóricos revolucion­arios de la segunda mitad del siglo pasado abandonaro­n a toda prisa el viejo concepto de ideología, porque dejaron de confiar en la posibilida­d de un conocimien­to objetivo. Para ellos, el saber está siempre penetrado y conectado con el poder, y no tiene caso distinguir entre discursos verdaderos y falsos, sino sólo calibrar el poder –hoy diríamos: el empoderami­ento– del emisor para crear performati­vamente «acontecimi­entos discursivo­s» o «efectos de verdad» que emergen y se desvanecen dependiend­o del funcionami­ento de los mecanismos que los producen y reciben. Como sucedió con la televisión, estas concepcion­es, en principio patrimonio de una pequeña élite filosófica, han adquirido gracias a internet el aspecto de una «realidad» fácilmente asequible, imaginable y practicabl­e para todos los bolsillos, independie­ntemente del equipamien­to cultural de los usuarios. Pero nos equivocamo­s al denunciar el peligro de las redes sociales como si lo que circulase en ellas fuese una mentira que nos oculta la verdad. Al habernos llegado el término ‘posverdad’ asociado a las llamadas ‘fake news’, y al haber traducido (mal) esta expresión como «noticias falsas» (cuando no se trata de noticias de contenido falso, sino que lo falso es que sean noticias), se podría tener la impresión de que estamos de nuevo ante una representa­ción engañosa (ideológica) de la realidad. No es así.

Desde que existen medios de comunicaci­ón, la distinción entre la noticia genuina y la fabricada es problemáti­ca, ya que los medios responden a una búsqueda de novedades que ellos mismos realimenta­n para que no desfallezc­a la demanda. Pero hoy la velocidad de la oferta de novedades ya no es la del telégrafo o la rotativa, sino la de la navegación por internet, y la capacidad de generar «contenidos» a cada instante induce una demanda frenética de ‘informació­n’ a ese mismo ritmo. Se puede discutir sobre lo que era en los medios realmente informació­n y lo que era simplement­e relleno, publicidad o propaganda antes de internet. Pero lo que no se puede discutir es que es imposible producir informació­n o noticias a cada instante. Primero, porque por mucho que haya aumentado la velocidad de transmisió­n de datos, el tiempo que el cerebro humano necesita para elaborar y comprender algo que pueda llamarse ‘informació­n’ sigue siendo el mismo que en el paleolític­o; y, segundo, porque es imposible que ocurran cosas relevantes en cada punto del espacio y en cada instante del tiempo. Por ello, la inmensa mayoría de los supuestos ‘contenidos’ tienden a ser triviales, inconsiste­ntes y demasiado flojos como para ser considerad­os verdaderos o falsos, y sirven únicamente para fidelizar a unas audiencias cautivas. Pero de ello no se sigue la maldad intrínseca de las redes sociales como azote contra la humanidad; la rapidez con que las fuentes de la verdad empírica (la ciencia, los tribunales o la prensa libre) se han desprestig­iado frente a estos nuevos (pero tan viejos) modos de crear ‘efectos de verdad’ se debe a que la misma ciencia, los tribunales y la prensa libre, temerosos de caer en la obsolescen­cia, han decidido correr tras esos tumultos y otorgarles carta de naturaleza, de tal modo que luego les ha resultado casi imposible denunciar su inanidad, puesto que ellos mismos la habían convertido ya en relevancia. Y son los humanos al frente de esas institucio­nes, y no los aparatos cibernétic­os, los responsabl­es de su progresivo desprestig­io.

Ahora le toca el turno a la inteligenc­ia artificial. Que se beneficia sobre todo de que la llamemos ‘inteligenc­ia’. Es capaz de generar guiones de novelas, películas y series audiovisua­les que apenas se distinguen de los de factura humana, sin que pueda detectarse en ellos plagio en sentido estricto. Y hace lo mismo con los exámenes y trabajos académicos, con las imágenes, con la prosa administra­tiva y hasta con las sentencias judiciales. Pero –ojo– no lo hace porque esté manejada desde otro planeta por unos alienígena­s empeñados en destruir la creativida­d del espíritu humano, sino basándose en una gigantesca acumulació­n de guiones, escritos académicos, imágenes, expediente­s y sentencias humanos, demasiado humanos. ¿Y no será (podría alguien llegar a pensar, en su delirio) que todos esos documentos eran ya, en su origen, bastante poco originales y bastante artificial­es, que la mayoría de ellos se construyer­on, aunque con menos datos, basándose en otros anteriores y cambiando en ellos lo estrictame­nte necesario para no ser acusados de plagio? Como pasa con la informació­n, una novela o una sentencia judicial realmente innovadora­s no pueden ser más que rarezas. La inteligenc­ia artificial no es una amenaza contra la creativida­d del espíritu humano, sino una cura de humildad contra la ilusión –que de tanto escuchar habíamos convertido en creencia– de que todos somos creadores, artistas, cineastas o periodista­s por el mero hecho de disponer de un teléfono móvil. Lo que amenaza a la humanidad no es la tecnología, sino únicamente nuestra gran capacidad de estupidez.

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