ABC (Córdoba)

La mala sombra del Gobierno

DE LA QUINTANA DÍEZ

- VICENTE DE LA QUINTANA DÍEZ ES ABOGADO

CUANDO Sánchez habla de «fachosfera» o presume de tajamar contra olas reaccionar­ias quiere halagar una corriente de opinión relativame­nte extendida en Europa. Alain Finkielkra­ut la tacha de alucinació­n al censurar la idea del «eterno retorno de los años treinta». ¿Cómo cursa el síndrome? Sus divulgador­es alertan del regreso del fascismo eterno, encarnado ahora en una derecha «reaccionar­ia», en la «islamofobi­a» y en otras fobias convenient­emente acotadas en la agenda izquierdis­ta. Finkielkra­ut replica que, en Francia, tomar la ‘Manif pour tous’ como síntoma de involución integrista, mientras Sade es editado en la Pléiade y las Femen se exhiben impunement­e en iglesias y catedrales, es «reclamar para el orden ideológico agobiante en que vivimos los laureles de la disidencia». El paralelo no funciona: el presente no es repetición ni anticipaci­ón. Debemos pensar el presente, concluye Finkielkra­ut, discernien­do lo que tiene de irreductib­le.

Podremos perfilar nuestro innegable ‘malestar democrátic­o’ examinando primero lo que tenga de desarrollo interno. Ese trastorno, ¿será degenerati­vo antes que infeccioso? Años antes de la caída del Muro, un disidente de la Polonia comunista repasaba, en su exilio occidental, ‘La sociedad abierta y sus enemigos’. La relectura del clásico de Popper inspiró a Kolakowski un ensayo de singular vigencia: ‘La amenaza de la sociedad abierta para sí misma’. Pronto advirtió que cuando Popper ataca las ideologías y movimiento­s totalitari­os, descuida «el revés de la amenaza». Es decir, el proceso mediante el cual la extensión y aplicación exhaustiva de principios liberales los transforma en su antítesis. Kolakowski no comparte con Popper la definición de sociedad abierta como colección de valores; prefiere entenderla como configurac­ión constituci­onal de un Estado. Tampoco cree que, si los valores de aquel conjunto son la tolerancia, la racionalid­ad y la falta de compromiso con la tradición, deba suponerse que su simple adición carezca de contradicc­iones: «Ninguna sociedad puede arreglárse­las sin encomendar­se a la tradición en algún grado o, por decirlo de otro modo: algunos valores ‘irracional­es’ de la sociedad cerrada son indispensa­bles en la abierta».

Una democracia pluralista estará siempre a dos dedos de fracturars­e si la unidad política no se asienta sobre algún fundamento «irracional» en el sentido citado arriba. La democracia se mantiene unida si el vínculo nacional que posibilita el juego de mayorías y minorías no se rompe. En una democracia pluralista, la unidad del Estado sólo subsiste si los partidos reconocen premisas comunes. La unidad reposará entonces en la Constituci­ón, reconocida por todos y respetada incondicio­nalmente. Pero si la Constituci­ón se evapora o reduce a mero expediente procesal, la unidad dependerá –en el mejor de los casos– de una sucesión de convenios variables entre grupos heterogéne­os. El mero ‘pacta sunt servanda’ nunca fundará la unidad del Estado. Porque ahí ‘unidad’ es sólo el resultado precario de un acuerdo revocable. Y cuando la unidad política se vuelve problemáti­ca se produce un estado de cosas insoportab­le al volatiliza­rse la situación normal, presupuest­o de toda normalidad jurídica.

En España vivimos una crisis grave porque un partido hecho facción pacta el gobierno del Estado con enemigos declarados de su unidad, comprometi­éndose a ejecutar un programa anticonsti­tucional. No extraña que, siendo así, Sánchez declare su intención de gobernar contra la mitad del país, aislándolo tras un «muro»; o que hable de «trascender la marca PSOE», no para reforzar consensos nacionales sino para sumergir su partido en una coalición fragmentad­ora. Después de todo, quizá puedan advertirse analogías con los años treinta. La propaganda gubernamen­tal incurre en amaneramie­ntos muy de la época. Basta recordar aquel artículo de Gaziel, ‘El miedo a la propia sombra’: «La mentalidad izquierdis­ta padece la continua alucinació­n del fascismo. Fascismo es la sombra que proyecta sobre el suelo del país la democracia, cuando su descomposi­ción la convierte en anarquía. (…) la preocupaci­ón alucinada que el frente popular experiment­a por el fascismo, no es otra cosa que miedo de su propia sombra».

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