ABC (Córdoba)

Volver a Valencia

Una de las preguntas que más detesto que me hagan es «¿de dónde eres?». Nunca sé qué contestar. ¿Quieren saber dónde nací, dónde crecí, dónde vivo o de dónde me siento?

- REBECA ARGUDO

Amí me pasa con Valencia lo que a mi admirado Francisco Contreras, ‘El Niño de Elche’, le pasa con el flamenco: que soy más exvalencia­na que valenciana. A veces, a fuerza de heterodoxi­a y libertad, uno acaba más dejando de ser cosas que siendo otras. No es porque ya no me sienta de la tierra, ni porque nada me ate a ella (allí viven algunas de las personas a las que más quiero y más me importan). No es porque no piense en La Terreta cuando huele a clavellons, a naranja, a pólvora y mar, o ya no sienta que un domingo no lo es del todo si no se come paella (el sofrito no lleva cebolla) y en familia. Ni porque, por lo que sea, por algo que tenga que ver con los apellidos de ocho generacion­es o la forma de pronunciar la ele geminada o ciertos dígrafos, lo sea menos que otros, sino porque los fanáticos de lo suyo acaban convencién­dote, por puritito agotamient­o, de que lo estás siendo mal. Con su pan se lo coman.

Quizá por eso una de las preguntas que más detesto que me hagan es «¿de dónde eres?». Nunca sé qué contestar. ¿Quieren saber dónde nací, dónde crecí, dónde vivo o de dónde me siento? Porque tengo una respuesta diferente para cada una de esas preguntas que parecen concentrar­se en la primera y que me desconcier­ta. ¿Soy valenciana? No tanto como para no sentirme española ni tan poco como para no sentirme en casa cuando vuelvo. Una casa que es más un exnovio al que no guardas rencor: lo conozco todo, sé dónde está y sé cómo funciona, con una familiarid­ad especial y un cariño superlativ­o, pero al mismo tiempo todo ha cambiado y ya no es lo mismo. Todo es igual pero distinto.

Sin embargo hoy, esta Valencia a la que llego con el corazón prácticame­nte encogido es la mía sin enmiendas. La reconozco. La tragedia la ha sacudido y ha reaccionad­o como es ella: con la generosida­d y la humildad de lo que fue gente de huerta. Porque, aunque hoy no se sepa quien duerme detrás de la puerta de al lado y ni siquiera esté abierta de par en par (o con la llave escondida debajo de la maceta), aunque no se saquen las sillas a la fresca de la noche porque ya no hay ni fresca ni silla de anea, en Valencia se ayuda al vecino siempre porque es como de la familia.

Tenía razón mi querido Ramón Palomar en su espléndida columna al respecto, aunque a punto estuve de tirarle de las orejas porque pensaba entonces que se me había puesto literato. Pero no, es así: Valencia está mohína. Habla bajito o no habla. Y ambas cosas aquí son inauditas. Que nosotros somos mucho más de hablar casi a gritos y hasta de hablar dibujando con las manos. Porque un valenciano solo calla cuando está malito. Y hoy Valencia calla. Mal asunto.

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