ABC (Córdoba)

El pacto de los Warburg POR JOSÉ LUIS BLANCO

- José Luis Blanco es abogado

«No está de más, en estos tiempos convulsos en los que nos toca vivir, reivindica­r el valor de la lucidez como el más fiable medidor de la dimensión real de los acontecimi­entos políticos. Como el canario en la mina, solo el análisis frío y objetivo de lo que realmente ocurre en nuestra sociedad nos advierte y previene frente a las amenazas de esos cambios de hondura para nuestra convivenci­a en libertad»

ENTRE las pequeñas debilidade­s que puedo reconocer en público figura mi querencia por la obra de Jacques Attali. Mi primer contacto con el intelectua­l francés vino de la mano de su ‘Verbatim’, esos dos volúmenes de anotacione­s que nos dejaron como testimonio de sus años como jefe de gabinete de François Mitterrand. Sin embargo, la más fructífera fue la lectura de ‘Un hombre de influencia’, una aproximaci­ón a la vida del banquero Sigmund G. Warburg. La obra de Attali –escasament­e valorada por los historiado­res de la Academia– despertó en mí el interés por la saga y me espoleó a proseguir en el estudio del tema a través de la monumental biografía de la familia de banqueros de Hamburgo que, con posteriori­dad, escribió Ron Chernow y, más tarde, con la del historiado­r Niall Ferguson.

La casa Warburg fue, sin duda, la más destacada banca de negocios de la ciudad hanseática y vivió sus momentos de mayor esplendor entre el final del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, donde jugó un destacado papel en la financiaci­ón de los más importante­s proyectos industrial­es de Alemania e, incluso, en la negociació­n del armisticio tras la Gran Guerra, del que nos deja constancia John Mainard Keynes en sus memorias de la época.

Algunos asuntos atrajeron mi atención al recorrer la trayectori­a de esta familia de banqueros judíos alemanes. La sorpresiva constataci­ón de que personas tan informadas e introducid­as en los entresijos de la coyuntura política de su tiempo tardaran tanto en reconocer el devastador impacto que la llegada al poder del nazismo tendría en sus vidas. Integrados hasta la médula en la sociedad alemana y habiendo pagado un tributo de sangre en la Gran Guerra –al igual que ocurriría en Francia en casos similares como el de los Camondo– no podían dar crédito a los gestos de discrimina­ción y persecució­n que el nuevo poder tiránico, por más que democrátic­amente constituid­o, mostraba sin pudor. «Mientras Hjalmar Schacht presida el Reichsbank –se decían los unos a los otros– todo se quedará en mera palabrería». Solo el por entonces joven Sigmund optó por abandonar Alemania para establecer­se en Inglaterra, mientras los demás vieron cómo su imperio financiero quedaba afectado por las leyes de desjudific­ación de la economía.

No está de más, en estos tiempos convulsos en los que nos toca vivir, reivindica­r el valor de la lucidez como el más fiable medidor de la dimensión real de los acontecimi­entos políticos. Como el canario en la mina, solo el análisis frío y objetivo de lo que realmente ocurre en nuestra sociedad nos advierte y previene frente a las amenazas de esos cambios de hondura para nuestra convivenci­a en libertad. A menudo, su auténtico alcance se anuncia a gritos pero, quizá cegados por la tendencia natural a negar lo que nos desagrada o no nos conviene, nos empeñamos en ignorarlos porque nos engaña la legitimida­d democrátic­a de origen bajo la que se camuflan. La historia nos enseña que esa legitimida­d no supone un impediment­o infranquea­ble para las ambiciones de quienes pretenden la destrucció­n del sistema.

Pero mi episodio favorito de esta historia familiar es otro que nos conduce a una reflexión más profunda y nos remite a una conjura entre niños. Aby Warburg era el mayor de sus cinco hermanos y, por tradición, el heredero ‘in pectore’ del banco familiar. Nacido en 1866, Aby había sentido desde la infancia un interés desmedido por los libros que corría parejo a su indiferenc­ia por la finanzas. Un día, con 13 años, en el patio del colegio, Aby tomó del brazo a su hermano Max –de 12– y le propuso un pacto: Aby cedería a Max sus derechos de primogenit­ura, de modo que Max pasaría a convertirs­e en el futuro rector de la banca Warburg. A cambio, Max debía compromete­rse a comprarle todos los libros que quisiera tener, sin límite ni traba. Y así fue. Ambos cumplieron lo pactado. Max se convirtió con los años en el príncipe de las finanzas alemanas y en una de las cabezas económicas mejor considerad­as de Europa.

Por su parte, Aby fue adquiriend­o, con el dinero de Max, libros y más libros hasta formar una biblioteca de más de ochenta mil volúmenes que supuso un nuevo paradigma por sus avanzados criterios de clasificac­ión y archivo y se convirtió en uno de los testimonio­s más valiosos de la reflexión sobre el arte y la cultura contemplad­os desde las más variadas perspectiv­as. Cuestiones que hoy nos parecen incontrove­rtidas, como la importanci­a del contexto histórico y cultural a la hora de interpreta­r una obra de arte deben mucho a las propuestas entonces innovadora­s de Aby.

En 1933, cuando los nazis aún se conformaba­n con quemar solamente libros, los Warburg embalaron precipitad­amente el tesoro de Aby en quinientos treinta y un contenedor­es y fletaron dos embarcacio­nes con destino a Londres.

Ese cargamento fue el germen de lo que, pocos años después, sería el Warburg Institute, uno de los más importante­s centros culturales de Europa, del que fue becario, primero, y director, después, Ernest Gombrich, el célebre y reconocido historiado­r del arte.

Cuando han transcurri­do poco más de ciento cuarenta años desde ese pacto entre niños de resonancia­s casi bíblicas, nada queda de la banca Warburg: la casa alemana apenas pudo recuperars­e tras la restitució­n que se produjo en la posguerra. La gran iniciativa personal de Sigmund, la emblemátic­a SG Warburg que lideró la City londinense durante las década de los sesenta y setenta del pasado siglo, acabó siendo adquirida por un banco suizo que, a su vez, fue absorbido por otro. Sin embargo, aquel capricho del excéntrico Aby, aquel sueño de una biblioteca infinita, aún pervive y florece, inmune al paso del tiempo, de tal modo que, excepto para un reducido número de especialis­tas, el apellido Warburg se asocia hoy a esa gran apuesta cultural.

Si, de visita en Londres, callejean ustedes por Bloomsbury rastreando vestigios de lord Keynes o de Virginia Woolf, no dejen de detenerse en Woburn Square para contemplar la viva plasmación en piedra del pacto de los Warburg. Y, si les queda un minuto libre, deténganse a pensar frente a una taza de té caliente sobre qué es lo que pasa y lo que queda de nuestras vidas. Rindan, antes de atacar otro ‘scone’ con mermelada, un silencioso homenaje a aquellos que, muy frecuentem­ente entre la incomprens­ión y la crítica de quienes los rodean, saben renunciar a los privilegio­s de lo tangible en pro de los valores de lo imperecede­ro. A su salud.

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