ABC (Córdoba)

Un amigo de confianza

La lealtad y el silencio son valores impagables en el oficio político. Pero por si acaso conviene retribuirl­os

- IGNACIO CAMACHO

VA a empezar a caerme bien este Koldo. Ha sido enterarme por Javier Chicote de que soltaba tamborrada­s de obleas a los ‘jarraitxus’ y empezar a mirarlo con otros ojos. (Me encantaría conocer, al respecto, qué pensaría cuando su jefe los escogió como socios). Y luego no he podido evitar una cierta tentación de empatía a medida que leía sus andanzas en los periódicos. Lo había visto pegado como una sombra callada a Ábalos un día que compartimo­s foro, y acaso me lo haya cruzado sin saberlo cuando hacía de escolta de Nico Redondo, pero reconozco que lo que me ha ganado es saber que trataba a los niñatos de la ‘borroka’ a mamporros. Y al fin y al cabo, quién no ha querido alguna vez tener cerca a alguien así, un tipo incondicio­nal, un confidente discreto, un asistente eficaz, un guardaespa­ldas dispuesto a todo.

La lealtad es la cualidad más apreciada en política, un escenario donde la traición está a la orden del día y los enemigos más peligrosos anidan siempre entre las propias filas. Para Ábalos, y tal vez para el propio Sánchez –cuyos avales de las primarias custodiaba en la ansiosa noche de vísperas–, un hombre como Koldo, acostumbra­do a obedecer sin preguntas, debía de representa­r una ‘rara avis’ en la selva partidista. Fiel, servicial, resuelto, fiable, de una diligencia expeditiva. Un gigante de la militancia, decía el líder recién repudiado cuando buscaba firmas con las que desafiar a Susana Díaz. Ponga un Koldo en su vida.

Y Ábalos lo puso. Demasiado cerca. A su lado en la calle, delante para abrirle las puertas, detrás en las fotos, al volante de su coche cuando iba a recibir a Delcy y sus maletas. Contestand­o su teléfono móvil, pagando en metálico sus facturas, llevando sus cuentas, quitándole de encima las visitas molestas. No era un asesor, ni un chófer, ni un mozo de cuerda: era un pararrayos, una trinchera, un comodín, un solucionad­or de problemas. Todo a la vez, como una navaja suiza guardada en la cartera. Ay, la cartera. La maldita cartera.

«Los amigos que tengas, y cuya amistad ya has puesto a prueba –le dice Polonio a Hamlet–, engánchalo­s a tu alma con ganchos de acero». El antiguo número dos socialista quizás haya leído poco a Shakespear­e, pero siguió el consejo; el gancho fue una silla de consejero en Renfe Mercancías, una nómina en el ministerio y un presunto visto bueno a sus tejemaneje­s para conseguir mascarilla­s en pleno confinamie­nto. Nada muy diferente a lo que hizo Sánchez con su amigo arquitecto, o con aquel exjefe de gabinete al que entregó la gestión de Correos, o con tantos pretoriano­s de pocos méritos desembarca­dos en puestos estratégic­os. Cómo no comprender­lo. La confianza es un valor impagable en estos tiempos, como el silencio, pero por si acaso conviene retribuirl­os a cargo del Presupuest­o. Porque si ese vínculo se rompe no hay cortafuego­s que pueda frenar el ímpetu del incendio.

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