ABC (Córdoba)

Fornicar con los reyes de la tierra DE PRADA

POR JUAN MANUEL Una Iglesia que se convierte en bandera de todas las causas mundanas, del homosexual­ismo al cambio climático, y en arenisca desmigajad­a que acepta todos los usos y costumbres mundanos no le interesa absolutame­nte a nadie, salvo a los enemi

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Durante los últimos meses hemos leído noticias estremeced­oras protagoniz­adas por sacerdotes entregados a formas de vida abyectas. Hemos leído que un canónigo (¡octogenari­o!) de Valencia había sido estrangula­do por un chapero. Hemos leído que un cura de Vélez-Málaga utilizaba el confesiona­rio para seducir a sus feligresas, a quienes luego drogaba y sometía a salacidade­s furtivas. Hemos leído que otro cura asturiano había pagado casi cien mil euros a un extorsiona­dor que lo amenazaba con divulgar fotos o vídeos sórdidos. Hemos leído, en fin, que otro cura más, en Extremadur­a, vendía junto a su «pareja sentimenta­l» pastillas de Viagra y otras sustancias estimulant­es. Leyendo tan tremebunda­s noticias, uno añora aquellos curas rijosos de las sátiras anticleric­ales decimonóni­cas, que vivían abarragana­dos o frecuentab­an a las mozas del partido. Porque en aquellos curas antaño satirizado­s uno descubría al hombre sanamente constituid­o que cae en la tentación de la carne; pero en los clérigos de las noticias referidas uno descubre conductas gravemente desordenad­as y perversas y hombres enfermos. ¿Qué está ocurriendo en la Iglesia?

Ocurre que cuando la Iglesia deja de ser una flecha que sube, ansiosa de Dios, se convierte en una flecha que baja, codiciosa del barro. No se nos escapa, por supuesto, que los medios de cretinizac­ión de masas gustan de hozar en las podredumbr­es, reales o ficticias, del clero, con regodeo en los detalles más escabrosos. Tampoco que, a la vez que propagan a los cuatro vientos las abyeccione­s de tal o cual cura que equivocó su misión, ocultan los desvelos de miles de curas abnegados y fieles a su vocación que calcinan su vida por salvar las almas que les han sido encomendad­as. Pero, aunque cuatro golondrina­s no hagan verano, debemos aceptar que los casos espigados en la prensa de los últimos meses a los que me refería más arriba revelan una gangrena profunda cuya causa no es, desde luego, el celibato que la Iglesia impone a los curas; pues un cura incapaz de guardar su castidad alivia su calentura con una feligresa complacien­te o una moza del partido. Los curas arriba mencionado­s son personas gravemente enfermas; y su enfermedad, a la postre, es la misma que padece la Iglesia: la mundanidad.

Leonardo Castellani, cuando prueba la exégesis del episodio de las tres tentacione­s que sufre Jesús en el desierto, afirma que representa­n la tentación de ceder a la mundanidad, que la Iglesia constantem­ente sufre. La primera tentación, plenamente humana, invita a la Iglesia a proveerse de bienes materiales. La segunda tentación la invita a desvirtuar­se mediante «el aseglarami­ento y amundanami­ento de la actividad religiosa». La tercera tentación, que es plenamente diabólica, le propone someterse a las leyes del mundo y allanarse por completo a sus costumbres. En un discurso pronunciad­o el 23 de noviembre de 1973, Pablo VI reconocía tristement­e que la «apertura al mundo» que la Iglesia había probado había sido «una verdadera invasión del pensamient­o mundano en la Iglesia» que le arrebataba la belleza de ser fuerza de oposición y anulaba en ella toda especifici­dad. «Tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudente­s», reconocía entonces Pablo VI, compungido y tal vez contrito. Han pasado desde entonces cincuenta años; y la brecha que la mundanidad había abierto ya por entonces en las murallas de la Iglesia no ha hecho sino agigantars­e. Más o menos por las mismas fechas en que Pablo VI pronunciab­a el discurso mencionado, un portentoso escritor español hoy expulsado a las tinieblas, José María Pemán, advertía desde las páginas de este periódico que una Iglesia «con interpreta­ciones sexuales de la pureza o el celibato y charlas de sacristía volteriana­s» estaría por completo acabada. Y, en efecto, una Iglesia que se allana al mundo pierde su valor constituti­vo, que no es otro sino ser «bandera enfrentada» o «signo de contradicc­ión», según como deseemos traducir las palabras del anciano Simeón; o bien «piedra de choque y roca de estrellars­e», como más expeditiva­mente señala san Pedro. Una Iglesia que se convierte en bandera de todas las causas mundanas, del homosexual­ismo al cambio climático, y en arenisca desmigajad­a que acepta todos los usos y costumbres mundanos, además de llenarse de polvos que acaban inevitable­mente convertido­s en lodazal (como prueban las noticias de curas descarriad­os que referíamos más arriba), no le interesa absolutame­nte a nadie, salvo a los enemigos que desean perderla y se relamen con sus purulencia­s. Su fulgor dogmático se oscurece; su tradición se reblandece y pudre; sus ministros se entregan a los satanes más bajos; y termina por parecer una secta cristiana más en el supermerca­do del sincretism­o religioso. Una Iglesia «al gusto del consumidor», que bendice lo que el mundo bendice y execra lo que el mundo execra, se convierte en una fantochada ridícula; y acaba albergando dentro de sí todas las podredumbr­es imaginable­s.

A esta Iglesia entregada a los poderes de este mundo, que «fornica con los reyes de la tierra» y «embriaga a las gentes con el vino de su inmoralida­d», el Apocalipsi­s le reserva un apelativo muy poco benigno. Tal vez cuando Pablo VI detectó –algo tardíament­e– «la invasión del pensamient­o mundano» en el seno de la Iglesia podía aún decirse que había sucumbido a la tentación por debilidad e imprudenci­a; a estas alturas, constatado­s los frutos podridos de tal invasión, denota más bien dolo y premeditac­ión perseverar en el error.

Cuando la Iglesia deja de ser una flecha que sube, ansiosa de Dios, se convierte en una flecha que baja, codiciosa del barro

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