Nuestro modo de vida europeo
POR JUAN ANTONIO «La Grecia clásica se nos presenta como una miniatura de la actual Europa: un pequeño territorio, atomizado en estados y regiones, con variedades lingüísticas y literarias, pero con una cultura que otorga homogeneidad sustancial. También
QUIENES leen poesía habitualmente tienden a apreciar la belleza en cada detalle del mundo. A veces ven incluso más belleza de la que hay. Una de esas dos cosas me sucedió hace unos días, cuando el azar trajo a mi pantalla el dato de que existe en la Comisión Europea un departamento dedicado a la «promoción de nuestro modo de vida europeo». Frente al gris del lenguaje político y administrativo, el rótulo de esa cartera del Gobierno europeo relumbra como un hermoso emblema moral. Deja ver un rayo de sol entre las brumas de Bruselas.
‘Promoting our European way of life’, que es el título en inglés del comisario europeo, tiene casi el ritmo de un verso de Eliot. Todas sus palabras merecen una lectura detenida. Hablar de nuestro modo de vida europeo supone un ‘nosotros’ que no puede limitarse a una instantánea sacada ahora, porque es el resultado de los siglos. Al afirmar «nuestro modo de vida» –como al rezar «Padre nuestro»– se funda una comunidad. Ese breve adjetivo posesivo es lo más parecido que tenemos los europeos al admirable principio de la Constitución americana: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos». El fracaso del tratado constitucional europeo se atribuyó a que no mencionaba ni la tradición grecolatina (que organiza la vida común a partir de la filosofía y el derecho) ni la cristiana (que lo hace en función del amor, del perdón y de la esperanza de la resurrección). No obstante, hacía lo posible dentro del descreimiento contemporáneo, ya que se inspiraba «en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa». Si algo de todo eso se ha salvado en ese breve posesivo, ya sería mucho.
Que se defina el modo de vida de la Europa continental variando una categoría típicamente británica, el ‘British way of life’, apunta a un sentido profundo: la separación política no necesariamente desgaja un modo de vida del otro. ‘Way’ designaba inicialmente el movimiento de quien emprende un viaje. Entendiendo que el auténtico viaje es la vida, desde hace cinco siglos ‘way of life’ significa la manera de vivir. Su dimensión espiritual preserva el gusto aristotélico por el movimiento como principio vital. Su dimensión estética se recoge al traducirlo por ‘estilo de vida’.
En medio de la arrolladora globalización suena raro –si no desafiante– defender modos de vida nacionales o continentales. ¿Existe realmente uno europeo? Y, en ese caso, ¿prevalece sobre sus integrantes? ¿El ‘Scandinavian way of life’ es compatible con el ‘Spanish way of life’? El asunto es mucho más serio de lo que parece. El modo de vida, como categoría social, se concreta en la rutina de cada ciudadano. Perfila la individualidad tanto como otorga cohesión política. Y, en los momentos difíciles a los que se enfrenta cualquier comunidad, resurge como uno de sus fundamentos. En 2017, en su reacción a los atentados de Londres y Manchester, Isabel II declaró solemnemente que los terroristas no iban a alterar «el modo de vida británico».
Es difícil definir Europa sin incurrir en la tautología. Se ha dicho que es el conjunto de reinos y repúblicas que se reconocen herederos de Roma. Que reinos y repúblicas formen un conjunto único nos confirma que no presentan diferencias de modo de vida. Fichte definió Europa como la expansión ideal de la Hélade. Ideal, porque su proyección en el tiempo y el espacio no es fruto de una conquista; también porque despliega los ideales griegos: el pensamiento libre, el gusto por la belleza, la armonía entre lo natural y lo civilizado... La Grecia clásica se nos presenta como una miniatura de la actual Europa: un pequeño territorio, atomizado en estados y regiones, con variedades lingüísticas y literarias, pero con una cultura que otorga homogeneidad sustancial. También procede de Grecia la tendencia imparable a la singularidad, buena porque fructifica en un arte de vivir, mala porque se asoma a un abismo que hace añicos la unidad.
Las naciones europeas tienen modos de vida que se parecen entre sí con el «aire de familia» que Wittgenstein detectó en los textos de una misma literatura. En el orden simbólico (y en el concreto de los vínculos personales y políticos) lo han hecho visible durante siglos sus monarquías, como protagonistas de una fastuosa película de Visconti o de una serie que bien podría ser el ‘The Crown’ europeo.
Efectivamente, lo que decimos de la literatura valdría para la música, el arte, el cine o las series televisivas. Notamos inmediatamente que son de algún país europeo. A mediados del siglo XX, Curtius vio la literatura europea como Goethe vio la catedral de Estrasburgo: una y viva, creada y desplegada. Y da igual el registro que elijamos para tomarle el pulso. Entre el concierto de Año Nuevo en Viena y el Festival de Eurovisión media la diferencia entre la alta cultura y la popular, pero los dos son Europa. Es más, Europa se recrea en esa dualidad indisoluble que procede metafóricamente de Roma, de la conjunción copulativa que unía al senado con el pueblo.
El modo de vida europeo no se promueve solo hacia el interior. También compite con otros modelos en el mundo (incluso sobre el propio solar europeo): el ruso, el chino... Y, desde dentro de Occidente, y, por ello también inquietante, con el modo de vida americano. Una de las sorpresas que nos está dando ese imperialismo todavía vigente es que, en paralelo a lo que sucede en la derecha, la izquierda europea se pliega dócilmente a las propuestas de su homóloga trasatlántica, renunciando a su propia tradición racional. El republicanismo francés mantiene el pulso con el multiculturalismo, pero parece a punto de perderlo. El nuevo puritanismo americano se ha propagado aquí asombrosamente, acabando con una gloriosa historia de libertad vital europea. Y por puritanismo no debemos entender solo una recobrada mojigatería, sino algo mucho peor: el alarde constante de bondad impostada.
En el Renacimiento, la ‘Cosmografía’ de Münster nos muestra a Europa como una mujer, en un mapa simbólico. Aparece erguida sobre Grecia. Galia y Germania configuran su cuerpo. Hispania es su cabeza coronada. Italia dibuja el brazo derecho, que sostiene el orbe de Sicilia. Dinamarca, el brazo izquierdo, con un estandarte en el que ondean las Islas Británicas… Que sea una figura humana nos recuerda que Europa aspira a ser un órgano vivo con un proyecto humanístico: para todos y basado en la cultura. Que sea una mujer es consecuencia de la mitología, pero adquirió trascendencia alegórica y –ahora lo vemos– profética. Es un icono de la modernidad, como lo es la ‘Venus’ de Botticelli.
La Constitución europea enumeraba como valores la democracia, los derechos humanos, la igualdad y la libertad (en este orden, ligeramente preocupante, porque altera el de la Revolución Francesa y omite la fraternidad). Puesto que cuenta ya con un departamento consagrado exclusivamente a defender la igualdad, sería bello y sería útil que este, que promueve el modo de vida europeo, equilibrase levemente las cosas insistiendo en la libertad.
Lo mismo digo para España.