ABC (Córdoba)

Fiebre del sábado noche

El domingo tiene, al menos, el puyazo de la realidad, la amenaza que nos acecha, unas gotas de amargura después de tanto empalago

- JOSÉ F. PELÁEZ Verbolario POR RODRIGO CORTÉS Hada, f. Libélula muy bien de piernas.

Otra pérdida es la de la expectativ­a, la de la novedad como bandera, la del turismo como vocación

La pérdida más importante de la edad adulta es la del ideal del amor, del amor literario y absoluto y su metamorfos­is en otra cosa, en algo como picudo, quizá en tolerancia, quizá en tratado de paz o quizá solo en amor real, que es una crisálida que muere cada veinticuat­ro horas dejando un caparazón seco, varios focos de neurosis y ese sabor a sangre en la boca. Puede que la segunda pérdida sea aun peor. Es la percepción del sábado como mejor día de la semana.

El sábado no es más que un agosto cada siete días, una gotera de vulgaridad en el cráneo que viene a recordarno­s que la vida sin obligacion­es sería un infierno de chanclas, paellas multitudin­arias y hombres bebiendo cerveza a morro.

Mucho se habla de los ‘dominguero­s’ pero peor son los ‘sabaderos’. El domingo tiene, al menos, el puyazo de la realidad, la amenaza que nos acecha, unas gotas de amargura después de tanto empalago. Pero el sábado es una mujer sin piedad. Trae una rutina feroz como la del lunes, más obligacion­es que un jueves y la puerta abierta a todas las frustracio­nes y todos los hechos diferencia­les. Nos recuerda todo lo que seríamos si no fuéramos lo que en realidad somos. Y luego queda la sonrisa sin ganas, las agujetas en las mejillas y la bronca por haber sido demasiado duro o demasiado blando, por hablar demasiado o demasiado poco. Por no saber divertirte o por hacerlo demasiado.

Gracias a Dios el sábado y el amor acaban. Y llega el lunes: blanco, frío, masculino. Y con él el silencio, la cola del pan y la tercera pérdida, que es la más importante porque es la de la expectativ­a, la de la novedad como bandera, la del turismo como vocación. Yo ya no quiero viajar, yo odio viajar, me repugna pasear por calles hechas para gente como yo, para turistas que fingen no serlo, para salvajes con mapa y tarjeta. Ya no soporto los bares para turistas, la comida para turistas, las experienci­as para turistas. Yo no quiero experienci­as, no quiero fotos y no quiero volver a comer en mi vida; solo quiero lanzar mi conexión de datos al fondo del río, pasear sabiéndome perdido y mirar a la cara de la gente para encontrarm­e en mis propios recuerdos. No quiero escuchar música nueva ni ver nuevas series, solo quiero ver una y otra vez ‘The Wire’, que es, por supuesto, lo que voy a hacer en cuanto entregue este texto. Eso y escuchar Aerosmith en bucle, evitando esas baladas cursis que no hay quien las aguante. Y con ‘The Wire’ y ‘Aerosmith’ ver pasar la vida como quien ve pasar un tren de mercancías. Entre actitudes que conozco, narrativas familiares y esa horterada de la cosmovisió­n.

La única experienci­a real es la de ser, la de ser entre otros que también son, mirando fuera para encontrars­e dentro y rezando por la salud de Steven Tyler, por la conversión de los curas tuiteros y por un profesor de inglés que acabe de una vez por todas con este acento de Baltimore que se le está poniendo a la vida.

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// GUILLERMO NAVARRO De adulto, el sábado deja de ser el mejor día de la semana

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