El hábito hace al monje
Nos ha tocado una época extraña: en arte, los museos se pueblan de pinturas que expresan ideas cuya representación convendría más a la literatura; en usos y costumbres, la ordinariez señorea, véanse los turistas en verano. También en aras de la comodidad y una imagen desenfadada se rechaza la corbata, que era un toque de distinción. Se aborrece todo lo que con un mínimo esfuerzo suponía cultura, olvidando que la civilización supera y dignifica lo natural sin anularlo.
La caza tampoco se ha visto ajena a esta ola de dudoso gusto y ha irrumpido con la ropa de paracaidista que mimetiza con el entorno. Debería estar circunscrita a los recechistas, actividad en la que está justificada, ¡pero suplico a los monteros y cazadores de ojeo que sigan con el ante y la pana tradicional!
El campo no ha cambiado sus tonos. Ahí destaca lo que se mueve más que los colores que se visten. Al regreso de la cacería, en la casa, los estampados propios de carros de combate disuenan hasta hacer daño a la vista.
Que no haya confusión. Aplaudo los tejidos actuales, tan ligeros y abrigados como impermeables, que superan claramente la arpillera escocesa –en su idioma, ‘tweed’– buena para irritar los cutis más ásperos e incluso las lanas zamoranas que con la lluvia triplican su peso. Por tanto, ruego a fabricantes y diseñadores que no nos obliguen a emular a Rommel en el desierto de Libia. La sofisticación la reservamos para la calidad de nuestras armas, adminículos y pertrechos, pero preferimos no disfrazarnos al aire libre. El hábito define al monje: blanco a mercedarios y trapenses, negro para las sotanas y pardo los franciscanos. Un estampado de sirenas y tritones convendría tan poco a los jesuitas como la ropa militar a los cazadores.
Dejadnos seguir siendo nosotros mismos.