ABC (Córdoba)

Dolor del niño fantasma

Asisto a esta celebració­n del aborto de la que, si te digo la verdad, reniego y maldigo con la fuerza y la convicción con la que pocas veces he renegado de nada

- CHAPU APAOLAZA

Paseábamos a los perros la mañana de Reyes y, mientras el setter perseguía conejos entre las manzanilla­s, Elena se volvió grave, emocionada, casi aterrada y me dio la noticia de aquel tremendo regalo: íbamos a ser padres de un cuarto hijo. En los ojos también llevaba prendida la mala noticia, el presentimi­ento íntimo siquiera pronunciad­o de que ese niño nunca llegaría. Elena siempre conoció a todos nuestros hijos cuando soñaba con ellos y casi a tientas de los sueños los palpaba mucho antes de que nacieran. Un día, pasadas las semanas, me confesó: «Aún no he soñado con este niño». Pasamos las semanas pidiendo a todos los santos, entre el miedo y ese tipo de celebració­n algo impostada en la que uno se convence de que todo va a ir bien sabiendo que no. Finalmente, llegó la constataci­ón de la pérdida y lloramos juntos como nunca lo habíamos hecho hasta ahora. Habíamos perdido otros embarazos, pero no eran este y no lo sentíamos como sentíamos ahora a este.

Pudiera ser que el hecho de tener tres hijos en el mundo, lo que podría concebirse como un atenuante del duelo, en realidad nos daba la medida de lo que se estaba perdiendo. Nacerían otros millones de niños, pero no ese en concreto, y en esa conscienci­a sentimos un dolor del niño fantasma que está con nosotros desde entonces. Sin haberlo conocido, es como si lo recordáram­os o como si pudiéramos perfilar su pequeño y profundo vacío. El aire, que «de nada entiende» según Miguel Hernández, llena los espacios en los que debería estar él y en los que aún a veces me lo imagino: en la cuna en la que no durmió y que no nos atrevemos a tirar a la basura, en el cochecito que no compramos, en el olor de su habitación caliente, hoy cerrada, fría y vacía, en las malditas madrugadas apacibles que no desvela con su llanto.

En los biberones que no hicimos, en la silla que sobra en la mesa de la cocina, en la herida que no curamos, en ese maldito silencio, digo, lo reconozco de una manera tan precisa. A veces, cuando asisto al debate sobre el aborto, pienso si el valor de ese niño era que yo lo quisiera y lo sintiera como aún lo siento. Ese niño existió no ya solo desde el momento en el que lo concebimos, sino desde el momento en que lo pensamos, cuando temimos por él, incluso cuando nos despedimos de él y, posando mi mano sobre el vientre de su madre, pronuncié nuestro deseo de que se bautizara «con el nombre de Ignacio o María».

Me dicen que hay otros padres que no los desean y entonces sería comprensib­le evitar su nacimiento. Si el valor de la vida de alguien lo otorga el deseo de otro, ¿no estaremos admitiendo que, en sentido contrario, la falta de deseo de una vida le pueda restar valor? ¿No estaríamos tentados de abandonar a los indeseados, a los que nadie quiere, a los que nadie conoce? ¿No sería este un pensamient­o monstruoso? Hoy pienso y siento ese lamento de los niños fantasma a los que nadie quiere, y yo sí, y asisto a esta celebració­n del aborto de la que, si te digo la verdad, reniego y maldigo con la fuerza y la convicción con la que pocas veces he renegado de nada.

Otros padres Si el valor de la vida de alguien lo otorga el deseo de otro, ¿no estaremos admitiendo que, al contrario, la falta de deseo de una vida le pueda restar valor?

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// ABC Una madre frente a una cuna vacía

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