POLIDEPORTIVO DAOIZ Y VELARDE
bulancias, bomberos y coches patrulla. Todos hablaban; o mejor, susurraban a través del móvil, seguro que para comunicar a sus allegados que habían sobrevivido al infierno. Fui hacia la estación y entonces vi las primeras huellas visibles de la tragedia: personas de mediana edad con sus maletines, jóvenes y adolescentes portando mochilas... Unos se cubrían el rostro con pañuelos o con sus manos, no sé si porque sangraban o para dejar de ver la tragedia. Avancé un poco más y vi cómo los sanitarios metían en las ambulancias a varios heridos. ‘No se puede pasar’; ‘soy periodista’. ‘Hágame el favor, no se puede pasar’. Y, de pronto, una detonación seca. ‘¡Una bomba, una bomba, atrás, atrás!’, advirtió un policía municipal. Y la gente corría, pero solo unos pocos metros.
Y de nuevo todos en silencio, quietos, atenazados por el terror, por un dolor que aún no sentían. Era demasiado pronto. Al cabo de un tiempo, otra detonación. Otra vez el baile de la gente. ‘Es una explosión controlada por un bulto sospechoso’, dijo alguien»...
Treinta y cuatro personas perdieron la vida en esa estación. Entre ellas, «la hermana de la profesora de la guardería de mi hija, según comprobé al día siguiente cuando la llevé. Entonces me convencí de que lo del día anterior no era una horrible pesadilla».
María José Álvarez, compañera de la sección Local, acudió a la estación de El Pozo. Así lo recuerda: «El tiempo se paralizó ese jueves. Parecía estar delante de una pantalla viendo una película con la imagen congelada, una imagen que sobrepasaba todo lo imaginable. No podía despegar los ojos de ella. La sensación de irrealidad me embargó desde el minuto uno. El sobrecogedor silencio dolía, parecía gritar por sí solo. Por alguna rendija del apeadero vislumbraba a personas destrozadas, con la cabeza ensangrentada, miembros amputados, muertos… Algunos lloraban; otros, en ‘shock’, ni siquiera podían ante esa matanza. La fuerza de las deflagraciones en dos vagones, el cuarto y el quinto, había esparcido restos humanos por todas partes. El sol de la mañana no impidió que el frío me invadiera. Sentía impotencia por no poder ayudar, por no poder hacer nada para mitigar el dolor de los heridos y aplacar la inquietud de los familiares del barrio que comenzaron a llegar para saber si los suyos se habían subido al tren de la muerte. Y me repetía: ‘Si hubiera llegado antes de que pusieran el cordón’…
El precinto se iba ampliando, alejándose cada vez más de la estación. Las sirenas sonaban con fuerza y el ir y venir de voluntarios, sanitarios, policía y bomberos era incesante. Me encaminé hacia otro punto alejado de esa espantosa foto fija. Entre testigos y vecinos desconcertados, me encontré con periodistas con el rostro descompuesto. Pensé: ‘Habría que ver el mío’. En ese ▶▶▶ trajín, se me quedó grabada la frase de una enfermera, de las primeras en socorrer las víctimas, que puso voz a ese silencio roto: ‘Solo se oían los móviles de los muertos’, dijo».
En El Pozo perdieron la vida esa mañana 65 personas…
Jaime García, compañero fotógrafo, se trasladó a la calle Téllez. «A primera hora de la mañana sonó el teléfono: ‘Explosión en Atocha, vete para allí’. Durante el camino se sucedieron las llamadas... ‘Otra en El Pozo, otra en Santa Eugenia, otra en Téllez’, me decían. La confusión era enorme. Llegué a esta última zona y fui hacia las vías del tren. Mientras montaba la cámara, y junto al Polideportivo de Daoiz y Velarde, vi un grupo de personas que traían a un herido sobre una valla del parque a modo de camilla. Les acompañé, abrí la puerta del recinto y al girarme vi a decenas de personas heridas por todas partes, a voluntarios, bomberos, Samur, carreras, gritos, llantos… Sobre todo había desconcierto. Salí a la calle para calmarme y en un par de minutos volví a entrar para trabajar… Nunca se me olvidará lo que viví entonces».
En la calle Téllez esa mañana encontraron la muerte 63 personas, muchas delante de su cámara…
Dolores Martínez, compañera de Nacional también especializada en terrorismo, acudió a la estación de Santa Eugenia. «No pude responder a la madre que con la desesperación en los labios preguntaba cómo podía informarse
M. José Alvarez sobre si su hijo, estudiante universitario, estaba en la lista de heridos o de fallecidos. Es el recuerdo, aún hoy lleno de rabia, que permanece vivo veinte años después. ‘Le estoy llamando al móvil y no responde’. La voz angustiada y anhelante de esa madre no era la única que con la misma amargura se escuchaba a pocos metros de los vagones reventados y de los ataúdes en fila que en el andén eran ocupados por cuerpos que serían llevados para su identificación al pabellón de Ifema.
Pregunta sin respuesta
La madre insistía a quien pensaba que por su profesión tendría acceso más rápido a la información que respondiera a la pregunta que le ahogaba la garganta. En ese momento era imposible y, llevadas por la resignación, ambas intentamos amortiguar la incertidumbre con palabras de consuelo, aunque a las dos nos costara creerlas.
El desconcierto que arrastra una tragedia como la del 11-M y las prisas por enviar al periódico los avances sobre lo que ocurría delante de mis ojos no son excusas para que hoy siga preguntándome si fue suficiente con escuchar a la madre de un chaval que iba más… a la universidad y que su nombre integró la lista de hospitalizados. Y eso sí, para reafirmarme en que matar a un hombre no es defender una doctrina, sino sólo matar a un hombre».
En la estación de Santa Eugenia fueron asesinadas catorce personas…
Un sentimiento de irrealidad rodeaba todo aquella mañana. Se sabía lo que acababa de ocurrir, pero era imposible asumirlo. Nadie tiene capacidad para hacerlo de golpe. En los hospitales se vivieron horas frenéticas, de angustia y de máximo esfuerzo por salvar siquiera sólo una vida
«Salí a la calle un par de minutos para calmarme. Nunca lo olvidaré»
Campo de batalla
Redactora de Local
«La sensación de irrealidad me embargó desde el minuto uno. El sobrecogedor silencio dolía»
Un sentimiento de irrealidad invadía todo aquel día. Se sabía lo que había pasado, pero era imposible asumirlo
Cruz Morcillo, compañera de Nacional, especializada en Sucesos y con un embarazo avanzado, fue al Gregorio Marañón. «Era mi hospital pero no lo reconocía. Habían desplazado más de 50 metros la entrada habitual de Urgencias, colapsada por el desfile de ambulancias, policías y decenas de personas con los nervios de punta que se agolpaban en busca de noticias de sus familiares. Médicos y enfermeras recibían a pie de camilla a los heridos (luego supimos que atendieron a 312) con las caras desencajadas. No sabes en ese momento si eres periodista, si estás en Madrid o en mitad de una guerra. Nadie sabía nada y costaba mirar a los ojos de los otros por temor a encontrarte la muerte de frente. Mi recuerdo es la incertidumbre, los llantos, los desmayos y las batas blancas por todas partes, algunas teñidas de restos de sangre que trataban de ocultar. Juan, cirujano, al que no volví a ver jamás, me contó en una pausa de tres minutos que se concedió que estaban practicando ‘cirugía de guerra’. Me habló de la lentitud de las operaciones por la metralla que se había dispersado por el cuerpo de las víctimas y afectado a órganos vitales. Ya sabían que muchas no sobrevivirían. Una compañera suya me dijo que se les habían muerto tres personas en la mesa de operaciones.
El Gregorio Marañón, por su cercanía a los escenarios de las bombas, era ese día otro campo de batalla. Se habilitó un pabellón y un gimnasio donde estudiantes de Medicina trataban de contrarrestar la incertidumbre y calmar a quienes nada sabían a esas horas. A media mañana un médico leyó, en voz alta, la primera lista de atendidos. Había muchos nombres extranjeros. Una madre envejeció de golpe diez años a mi lado. Su hijo estaba allí, en teoría vivo, pero tras recibir la noticia se desmayó. Todo era tan abrumador que parecía fuera de lugar llamar a un doctor, pese a estar rodeados de sanitarios. Se recuperó en unos minutos, le pedí su número de móvil y lo apunté en un papel. El papel lo perdí. Debió de ser a la misma hora en la que perdimos la fe en el ser humano».
Quince personas más murieron en
los hospitales y 1.857 resultaron heridas…
En paralelo a las escenas de muerte corría la investigación.
A las 10.30 el portero de la finca próxima a la estación de Alcalá de Henares que había visto a esos tres sujetos bajarse de la furgoneta informó de sus sospechas a la Policía. A las 11, agentes de la Brigada de Información de Madrid ya estaban allí para hacer una primera revisión, sin ver nada extraño; luego hizo lo mismo el inspector jefe de Policía Científica de la comisaría local, con el mismo resultado. Al mediodía los perros, muy cansados por haber trabajado toda la mañana en uno de los escenarios de la matanza, tampoco detectaron explosivos. La primera decisión fue llevar el vehículo a comisaría para inspeccionarlo a fondo, pero a las 14.15 el comisario general de Policía Científica ordenó su traslado al complejo policial de Canillas, a donde llegó a las 15.30.
Goma 2 ECO
En la inspección se encuentran siete detonadores industriales eléctricos y el extremo de un cartucho de dinamita Goma 2 ECO, que coincidía con la analizada de los focos de las explosiones. También una cinta con versículos del Corán. La pista yihadista ya era, en ese momento, la principal. La participación de ETA era inverosímil: por el explosivo, y por la forma de actuar. Aunque siempre se deja margen a un mínimo resquicio, los responsables de la investigación no tenían dudas.
En el mundo político la mañana había sido trepidante. El lendakari Ibarretxe fue el primero en atribuir a ETA lo sucedido. El Ministerio del Interior y Presidencia del Gobierno lo corroboraban; también Rajoy y Zapatero. Arnaldo Otegi lo negaba.
Aznar habla con Zapatero, que le pidió un comunicado conjunto que nunca llegó, y con los directores de los principales medios. A las 11.30 lo hizo con José Antonio Zarzalejos, de ABC. Le insistió en la autoría de ETA pero éste le planteó algunas consideraciones sobre el ‘modus operandi’ de los terroristas. «¿Qué pasa, que no te lo crees?», le espetó el presidente.
Desde antes de comer las dudas sobre la autoría en la sección de Nacional eran grandes: «Mirad al Sur», había sugerido un exalto mando de la Policía que ocupaba un importante cargo empresarial y que tenía diálogo fluido con los responsables de la investigación. A las 18.30 Zarzalejos se reúne con la sección y pregunta, uno por uno, qué información hay. Y dice una frase demoledora: «Aquí se juegan cuatro años de poder». La autoría yihadista se pone sobre la mesa y como en la edición especial del mediodía se quita la palabra ETA del titular
Redactor de Nacional
Dolores Martínez
«Hubo una explosión. Todos estábamos en silencio, quietos, atenazados por el terror»
«Matar a un hombre no es defender una doctrina, es solo matar a un hombre»
«Un cirujano, me contó que hacían ‘cirugía de guerra’. La gente se moría en las camillas» principal de portada.
En Ifema se improvisa un tanatorio para identificar a las 191 víctimas mortales y atender a sus familiares en ese duro proceso. Miguel Ángel Barroso, compañero de Nacional, pasó la noche con ellos: «Pasado el estrépito de las sirenas de las ambulancias y los coches de Policía, alcanzada ya la medianoche, en la puerta norte del Recinto Ferial de Madrid una mujer quebrada por el dolor se desplomó al suelo y comenzó a soltar alaridos. Voluntarios de la Cruz Roja acudieron a socorrerla y la evacuaron en camilla mientras una mezcla de pudor, terror y compasión recorría el enorme vestíbulo. Tras el control de acceso, cuyo rigor fue relajándose con el transcurso de las horas, los familiares de los desaparecidos se dirigían al pabellón 6, a la improvisada morgue donde los forenses hacían su trabajo. La mayoría llegaban en taxis cuyos conductores se negaban a cobrarles la carrera. En los corrillos de las pasarelas exteriores los rostros eran poemas de lágrimas. El trasiego de psicólogos, sacerdotes y asistentes sociales parecía no tener fin. ‘¡Queremos gente para identificar a los muertos, no para llorarlos!’, exclamó un voluntario de Protección Civil.
Vigilia de espanto
Mi recuerdo más vívido es el de una noche espantosa de vigilia con aquellas personas en el Ifema, la tristeza infinita, las voces entrecortadas, las crisis nerviosas, las miradas angustiadas al móvil esperando una llamada que desmintiera la tragedia –un chico había despertado en un hospital, aturdido, y había llamado a sus padres, y esos padres habían vuelto a la vida con él–, los coches fúnebres saliendo hacia los tanatorios tras las identificaciones positivas… He procurado desde entonces que las historias de las víctimas y los ejemplos de solidaridad del pueblo de Madrid hicieran jirones la niebla del sectarismo político que cubrió la matanza».
Para cuando esas escenas se produjeron, un grupo yihadista ya había reivindicado el atentado en un periódico árabe editado en Londres, el ministro del Interior, en rueda de prensa, sostenía a duras penas la autoría de ETA y Don Juan Carlos, en un discurso televisado, pedía «unidad firmeza y serenidad». Pero llamó mucho la atención que no citara a la banda terrorista, lo que alentaba las versiones sobre la autoría yihadista.
En paralelo, en despachos de poder algunos se dedicaban a pensar en cómo enfocaban la matanza para sacar rédito, o a no perder la ventaja en las elecciones del domingo. De forma obscena e inhumana, se olvidaron pronto las víctimas. Se había abierto ya una fractura social que aún hoy continúa.