ABC (Córdoba)

El caso Begoña Gómez y la pregunta de Ana Botella en 1996: «¿Hay damas de honor?»

- JUAN FERNÁNDEZ-MIRANDA

ALa situación de Begoña Gómez es el último ejemplo de cómo Sánchez estira al límite las costuras del sistema

primeros de mayo de 1996 fue el propio Felipe González quien enseñó a su sucesor, José María Aznar, el Palacio de la Moncloa. En esa visita estuvo también la esposa del futuro presidente, Ana Botella. El propio González se lo desveló al Rey Juan Carlos, que lo contaba así: —Felipe (González) me ha dicho que Ana Botella, al llegar a Moncloa, preguntó por la infraestru­ctura de la señora del presidente ¡y que si tenía damas de honor!

El Rey Juan Carlos le contó este chascarril­lo a su leal consejero

Emilio Alonso Manglano, padre de la Inteligenc­ia española, y este lo anotó con letra clara en su agenda. La pregunta que hizo Botella es la mejor muestra del vacío legal que existe en torno a la figura del cónyuge del presidente del Gobierno, un asunto que está de plena actualidad por la actividad profesiona­l de Begoña Gómez en el ámbito privado y por los posibles conflictos de intereses de su marido, Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno no dejó de participar en los Consejos de Ministros que aprobaron ayudas públicas a Air Europa, compañía que mantenía relaciones con su esposa.

Después de 45 años de democracia y seis presidente­s, se puede concluir que ese vacío legal propicia que sea el propio matrimonio quien decida el rol a desempeñar por la esposa, y aquí tiene importanci­a la personalid­ad del cónyuge. Veamos.

Carmen Romero y Ana Botella tuvieron ambición política y personalid­ad pública. La mujer de Felipe González consiguió acta de diputada por el PSOE en 1989 y la esposa de Aznar fue elegida concejal del Ayuntamien­to de Madrid en 2003, en ambos casos con sus maridos en el cargo. En 2009, Romero reflexionó sobre el papel de la mujer del presidente en una entrevista en ‘Yo Dona’: «Por primera vez una mujer con trabajo propio, independie­nte, habitaba La Moncloa. No hay un estatuto especial para ser la mujer del presidente, sólo luchar por no dejar de ser tú misma». Botella se movía tan bien como personalid­ad pública que llegó a ser alcaldesa de Madrid.

Casos distintos son los de las siguientes dos cónyuges. Sonsoles Espinosa y Elvira Rodríguez tuvieron una presencia pública mucho más discreta. La mujer de Zapatero era la némesis de Botella: nunca estuvo cómoda en el papel cuché. La esposa de Rajoy es persona discreta y cuando llegó a La Moncloa renunció a su puesto de trabajo en Telefónica. Nunca volvió a trabajar, a pesar de que tuvo ofertas, porque así interpretó ella ese vacío legal: discreción.

Lo que hace, por tanto, distinta a Begoña Gómez es que es la única cónyuge de un jefe del Ejecutivo que en sus años durmiendo en el Palacio de la Moncloa ha crecido profesiona­lmente en el ámbito privado: liderar el Africa Center del Instituto de Empresa hasta 2022 y dirigir todavía hoy la cátedra extraordin­aria de la UCM sobre Transforma­ción Social Competitiv­a. Como en tantos otros asuntos de la vida constituci­onal española, Sánchez también ha estirado las costuras del sistema en este asunto y sigue sin dar explicacio­nes.

En el primer libro que le escribió la periodista Irene Lozano, ‘Manual de resistenci­a’, Sánchez desvela que la primera decisión que tomó como presidente fue cambiar el colchón de la cama matrimonia­l. Aparte de que la anécdota suena a licencia literaria porque ese cambio va de suyo en el relevo presidenci­al, Sánchez dice que lo hizo porque quería alejarse del criterio de Rajoy dado que el refranero dice que «dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión».

Con la opinión pública preguntánd­ose por primera vez en 45 años si la mujer del presidente se ha pasado de la raya, cabe reflexiona­r sobre dos asuntos: si la mujer del presidente debería tener «infraestru­ctura», como preguntó ingenua Botella; o si la ley debería regular esa figura para que la persona que comparte colchón con el hombre más poderoso de España no actúe, como reflexionó Romero, con el único criterio de «seguir siendo ella misma». Porque eso deja un inmenso espacio a la arbitrarie­dad y a los conflictos de intereses. Y no es serio.

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