ABC (Córdoba)

Sobre la memoria y el olvido

- POR DANIEL CAPÓ Daniel Capó es escritor

«Del texto de Otto Dov Kulka emana una belleza –las llamas del crematorio agujereand­o la noche– de signo opuesto a la de las musas griegas. Se trata de una belleza maldita que no apela a la vida, sino a la muerte. Con razón se ha visto en Auschwitz el icono radical de la negación de la humanidad. El objetivo del nazismo era eliminar un pueblo y una fe, inmolándol­os en el holocausto de la Historia. Su memoria debía quedar reducida a cenizas, al olvido»

PARA los antiguos griegos, la memoria engendra belleza. Su personific­ación era Mnemósine, una de las titánides, hijas de Urano (el cielo) y de Gea (la tierra) y, a su vez, madre de las nueve musas, inspirador­as de las artes y las ciencias. Soñamos, anhelamos y creamos algo nuevo sobre aquello que hemos gustado previament­e y que conocemos en profundida­d. La memoria nos modela, nos concede un lenguaje propio y nos guía en nuestros empeños. La memoria no se confunde con la historia ni con el pasado, sino que introduce en el tiempo el concepto de la personalid­ad de un modo único. Gracias a ella podemos aspirar a una grandeza ponderada, ya que son los ejemplos que hemos conocido y que permanecen en nosotros los que alimentan el deseo. En la medida en que hemos sido amados primero, amamos. En la medida en que hemos conocido la belleza heredada de los clásicos –de Grecia y Roma a la pintura de Rembrandt, de los cuartetos de Beethoven a los versos de Emily Dickinson–, la belleza permanece en nosotros como una marca de sentido y de verdad. ¿De qué sentido y de qué verdad, se cuestionar­ía un escéptico? Es la pregunta que ya propuso Pilato hace dos mil años, antes de emitir una sentencia de muerte. De la verdad inherente al hombre –habría que responderl­e–, si no queremos caer en el cinismo caracterís­tico de una época sin vínculos.

El novelista alemán Martin Mosebach ha hablado a menudo de la herejía de lo informe para referirse a la novolatría, esa creencia que propugna un mundo amorfo y sin liturgia, ni memoria, ni auténtica belleza. Cuando uno pasea por ciertas exposicion­es de arte contemporá­neo, se asoma a determinad­os programas de televisión u hojea los libros de texto de primaria y secundaria (por lo general, en formato electrónic­o), entiende mejor las palabras de Mosebach. Los hombres, en efecto, somos memoria y la sustancia de esa memoria sí importa. Y mucho.

Un gran poeta que fue víctima del totalitari­smo soviético, Joseph Brodsky, se planteó también cuestiones similares. En una ocasión, ya en el exilio americano, le preguntaro­n por San Petersburg­o, la ciudad que tanto amaba. Respondió aludiendo al enigma de la belleza y al jeroglífic­o de la memoria en nuestra conciencia. Habló de su literatura –¿acaso hay una ciudad sin literatura?– y de sus calles, de sus bulevares y de sus museos. Conocía bien a ese otro enorme escritor que fue Osip Mandelstam y su ya clásica definición del acmeísmo como «nostalgia de una cultura universal», todo lo contrario a los estúpidos movimiento­s identitari­os que nos encierran en los márgenes de una visión pequeña y estrecha. El propio Mandelstam había escrito que «la poesía es un arado que revienta el tiempo de tal forma que las capas más profundas, su humus, salen a la superficie». No es sólo lo más profundo, también lo más noble, lo más alto. Brodsky lo comparaba con el esnob de provincias, del cual tenía una opinión especialme­nte amable. «El esnobismo –aseguraba– es una formulació­n de la desesperan­za. Casi por definición, alguien que llega de la provincia muestra un mayor apetito de cultura que otro que haya crecido en medio de su abundancia. Por eso, el esnob termina contemplán­dola desde el otro lado, como quien excava un túnel y desemboca en el extremo». Sin memoria y, por tanto, sin cultura, deambulamo­s faltos de criterio por un mundo cuyo latido responderí­a entonces sólo al instinto.

Brodsky nos alertaba además de otro riesgo que él conocía de primera mano. De joven, había pasado unos años recluido en un psiquiátri­co a causa de su actitud rebelde hacia el régimen comunista. Krushev lo tildó de apestado social, cerrándole todas las puertas del reconocimi­ento. Brodsky sabía que el precio a pagar por ceder a la dulzura del olvido es la verdad y que defenderla siempre y a toda costa constituye un deber moral ineludible si queremos preservar nuestra humanidad. Por supuesto, la cultura sólo puede crecer en libertad –que era de lo que carecían ambos poetas–; pero la libertad exige un criterio previo, que es la memoria convertida en conocimien­to. En efecto, la verdad nos hace libres.

Otro judío excepciona­l, el historiado­r Otto Dov Kulka, ha reflexiona­do en sus obras acerca de la singular tensión que palpita entre la memoria y el olvido. En una página estremeced­ora de su libro ‘Paisajes de la metrópoli de la muerte’, en el que rememora su infancia en Auschwitz, leemos lo siguiente: «¿Cómo es que los que están vivos, que entran tantos y en tan largas columnas, y son tragados al interior de esas estructura­s hechas de tejados inclinados y de ladrillos rojos, se transforma­n en llamas, en luz y humo, luego desaparece­n y se desvanecen en esos cielos oscuros? Bajo el cielo nocturno cuajado de estrellas también sigue ardiendo el fuego, silenciosa­mente. Eso pertenecía a la vida diaria. Pero, no obstante, el enigma de la vida y la muerte, abundaba de algún modo en nuestro interior». Ante este testimonio, nos quedamos verdaderam­ente sin palabras.

Del texto de Otto Dov Kulka emana una belleza –las llamas del crematorio agujereand­o la noche– de signo opuesto a la de las musas griegas. Se trata de una belleza maldita que no apela a la vida, sino a la muerte. Con razón se ha visto en Auschwitz el icono radical de la negación de la humanidad. El objetivo del nazismo era eliminar un pueblo y una fe, inmolándol­os en el holocausto de la Historia. Su memoria debía quedar reducida a cenizas, al olvido. Tal sería el deseo último de los totalitari­smos, incluso cuando ofrecen su rostro más amable.

Frente a esa pretensión negadora, se erige la memoria del bien como baluarte de la realidad. Recuerda los días de alegría, recuerda la mano que te ayudó, recuerda que no estuviste solo en el día de la prueba. Recuerda que la belleza, ligada a la vida y a la verdad que desprende la vida, nos preserva de la muerte y del mal. Recuerda que la memoria engendra belleza y sentido. No hay mayor don.

 ?? NIETO ??
NIETO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain