¿Reconciliación?
La ley de amnistía no reconcilia, sólo exculpa a los sediciosos y rebaja la amenaza coercitiva de la posible reincidencia
EL poder político no hace más listas a las personas que lo encarnan. Tampoco las hace mejores. No les añade un solo codo de estatura moral. Lo que suele suceder es todo lo contrario. El oropel, los agasajos, el coche oficial, las genuflexiones de los subalternos, el mantel de lino y todas las bicocas que lo hacen apetecible y placentero son virus que convierten a sus anfitriones en seres presuntuosos y fatuos. Hubo un tiempo en que llegar a ministro era el broche final a una carrera meritoria. Los agraciados con el nombramiento no se libraban de contraer la enfermedad de la presunción (algunos ya la traían de casa), pero es cosa distinta presumir con fundamento que sin él. Hay pesados que engolan la voz sabiendo de lo que hablan y hay idiotas que hacen lo propio sin tener ni puñetera idea de lo que están diciendo. A veces aún es peor. Tal vez sepan que lo que están diciendo es una majadería, pero se vean obligados a decirlo por obediencia debida. Hoy en día, a la hora de elegir ministros no se busca a los mejores, sino a los más obedientes.
El empobrecimiento de la calidad ministerial, y por extensión de toda la clase política, es un mal de dominio público. No hay conversación en la que el asunto salga a relucir y no suscite un acuerdo unánime: nunca hemos tenido, en la bancada azul, un paisaje intelectual más desolador. Y, sin embargo, las reglas del juego nos obligan a prestar atención a sus gansadas. Si un ministro abre la boca siempre hay un racimo de micrófonos dispuestos a difundir sus palabras. Las declaraciones de un ministro suelen gozar de la presunción de trascendencia, por mucho que se sepa que un ignorante no deja de serlo por el hecho de ser miembro del Gobierno.
Esta verdad de Perogrullo se ha puesto de manifiesto, de manera especial, durante la bienvenida retórica a la ley de amnistía. En este tiempo se han dicho muchas estupideces, pero la que se lleva la palma, creo yo, es la que suscribió el ministro Bolaños, todo un ejemplo de deterioro vertiginoso, al comparar el espíritu que ha inspirado la norma con el que alentó la Transición. Su tesis es que ambas iniciativas se pusieron en marcha para lograr el objetivo de la reconciliación, lo que demuestra que o nos toma por tontos o ignora el significado del término. La Transición buscó, en efecto, acordar los ánimos desunidos. A finales de los años setenta, las dos Españas se pusieron de acuerdo en establecer y compartir un proyecto común. La ley de amnistía, en cambio, no sirve a la misma causa. Ni los independentistas estarán a partir de ahora más unidos a la idea de España ni serán restituidos al gremio de la Constitución. La ley de amnistía no reconcilia, sólo exculpa a los sediciosos y rebaja la amenaza coercitiva de la posible reincidencia. Bolaños confunde reconciliación con iteración, que es sinónimo de repetir. Pincho de tortilla y caña a que Puigdemont, más pronto que tarde, no me dejará por incauto.