ABC (Córdoba)

Objetos perdidos

Nadie había intentado comprar con la tarjeta y el dato me parecía suficiente para no sospechar de carterista­s

- MARÍA JOSÉ FUENTEÁLAM­O

ME di cuenta de que la cartera no estaba en el bolso al día siguiente de una de esas tardes locas de trabajo, clases, cruzarte la ciudad en Metro, la niña enferma –nada grave, pero en casa–, la compra semanal... De forma incontrola­ble –imposible dominar la cabeza en esta fase– y sin poder evitar una punzada en el estómago, mi mente repasó una y otra vez todo lo que había hecho las 24 horas anteriores. A la vez, actualizab­a el inventario de daños: el DNI, el carnet de conducir, el de prensa, la tarjeta sanitaria, un par de identifica­ciones más, un botón (era especial y urgente coserlo), un par de fotos por si pierdo la documentac­ión –nota mental: ningún sentido que todo vaya junto–, un boleto para un sorteo escolar y unos 50 euros –¡para un día que llevo efectivo!–.

La última vez que la había visto fue en el súper, pero no descarté haberla extraviado en casa. ¿Y si la saqué al ordenar las bolsas? ¿Y si la eché al reciclaje de papel? Nadie había intentado comprar con la tarjeta y el dato me parecía suficiente para no sospechar de carterista­s.

Pero sobre todas mis teorías, lo que albergaba era la esperanza de recuperarl­a. Llamé tres veces al súper. Escribí a objetos perdidos. Nada. Así que, pedí cita para el DNI y resto de papeleo.

El día que debía ir a la Policía, me acordé saliendo de casa de que necesitarí­a una foto –y otra vez del monedero donde estaban las actuales–. Cogí rápido la única que encontré. ¿Un año de antigüedad? Quizá dos. En la comisaría estimaron que por lo menos tres o cuatro y dado que tocaba renovar, era obligatori­o cambiarla. Me guardaban el turno.

El fotomatón estaba en un centro comercial cercano y, como no oculto mi dosis de coquetería, antes de entrar hice unas gestiones. Me puse un poco de corrector y colorete del probador, compré una máscara de pestañas y entonces sí, clic, sonría por favor.

Regresé a la comisaría media hora más tarde. Justo un minuto antes de sentarme de nuevo ante el agente entró un ‘mail’. Lo leí delante de él: «En esta Oficina de Objetos Perdidos ha sido depositado un monedero con documentac­ión a su nombre». «Ha de recogerlo», contestó el agente. Me guardaban el turno.

Hasta ese día creía que no existía trabajo de funcionari­o de cara al público más agradecido que el de biblioteca­rio: te agranda el pensamient­o gratis. A la funcionari­a que me entregó mi cartera le dije «guapa» seguro. También le pregunté: «¿Qué se sabe?». Ella apunta a la teoría del ladrón. El monedero apareció en un buzón con documentac­ión de otra mujer. «Os robaría a las dos». Ni rastro del ‘cash’. Ni del botón. Quizá no iba ahí. Ya saldrá.

Pero el papeleo que me ahorro. Qué alivio. Sobre todo al comprobar que ante tanta manipulaci­ón institucio­nal, aún quedan administra­ciones que, frente a quienes nos roban la cartera, velan por el ciudadano de a pie y no sólo por los políticos que nos gobiernan.

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