La tasa turística
Aquello que cuesta dinero, es lo que se valora
Bellido ha abierto el melón de la tasa turística, un clásico entre cualquier alcalde moderno que se precie. Ni la izquierda ni la derecha le ha hincado el diente a Córdoba —cuatro declaraciones Patrimonio de la Humanidad— en un dilema tributario e impopular a priori —todo lo que sea cobrar y pagar, ya se sabe—, pero a posteriori necesario, tal y como están los umbrales de exigencia en materia patrimonial y de turismo. Y como se las gastan ya otros países vecinos como Francia y Portugal (ahí no rechistamos cuando nos toca sacar los euros). Máxime en ciudades como ésta, donde el velo normativo llega a asfixiar en su loable afán conservacionista y donde un intenso calendario festivo y unos activos incomparables atraen cada vez a más visitantes y requieren de una mayor labor de los servicios municipales para mantener la ciudad en orden y a gusto del consumidor.
La tasa turística es de esos debates que no le gusta tocar a un alcalde en el fondo, pero Bellido, con eso de que es el ‘alcalde de los alcaldes’ andaluces por su puesto en la FAMP ha tenido que sacar un poco el pie del tiesto dando rodeos: a medio plazo, siempre que la afluencia entre en unos derroteros de saturación, habrá que estudiarlo... Tarde o temprano habrá que hacerlo. Y más temprano que tarde. Pero mejor que sea otra ciudad quien se tire primero a la piscina. La idea del alcalde de Sevilla de cerrar la Plaza de España y cobrar una entrada para poder sufragar su rehabilitación y acabar con el vandalismo es un ejemplo claro de que el debate está ahí.
El gravamen turístico fluctúa entre cobrar por noche o persona y noche en paquete. De cincuenta céntimos a cuatro euros. Según la categoría del alojamiento y la propia entidad de la ciudad. Así sea el grado de saturación o las telarañas de las arcas municipales. Es un torpedo en la línea de flotación de los pisos turísticos en negro, justo cuando el Ayuntamiento debe dar forma a la regulación impulsada por la Junta de Andalucía para poner orden entre apartamentos, viviendas y pisos.
No es fácil. Es la manta corta. Los destinos patrimoniales no pueden ser parques temáticos pero tampoco pueden exceder en sus ‘vicios’ vitales. Pero lo cierto es que aquello que cuesta dinero, es lo que se acaba valorando.