ABC (Córdoba)

Abandonado por Dios… y por los hombres

- REBECA ARGUDO

La primera vez que llegué a Haití, mi ‘fixer’ me recomendó teñir de rojo una compresa para que, si nos asaltaban, pensaran que tenía el periodo y, por superstici­ón, no me violaran. La última que salí de allí, faltaban tres meses para que ocurriese el terremoto de 2010. Desde el aire, a La Española la divide una cicatriz que separa el verde exuberante de República Dominicana del marrón yermo de Haití. Desde el suelo, la diferencia es todavía peor. El río que dibuja parte de la frontera se llama Masacre, en una especie de broma de mal gusto.

Pensé entonces que la desgracia (más de 220.000 muertos y 300.000 heridos) serviría para que la comunidad internacio­nal mirase, por fin, hacia el país más pobre de América, primera nación del Nuevo Mundo en independiz­arse de una potencia colonial europea (cualquiera diría que no se le ha perdonado nunca). Un territorio con más de la mitad de la población por debajo del umbral de la pobreza donde, para algunos, el único sustento son pequeñas galletas de lodo secadas al sol (‘bonbon tè’, las llaman).

De las casi 200 ONG que llegaron al país en los días posteriore­s al terremoto, en unas semanas apenas quedaban un puñado. Siete años después, no solo lo habíamos olvidado (si Forges levantara la cabeza) sino que Naciones Unidas retiraba de allí la Minustah, establecid­a en 2004 como destacamen­to permanente de estabiliza­ción del país, reduciendo su presencia (pequeñísim­a, casi testimonia­l) a simple misión de paz. En 2019, Haití declaraba el estado de emergencia económica.

Creí que entonces sí, pero nadie envió ayuda. Cuando propuse escribir algo al respecto en el diario en el que trabajaba, el subdirecto­r dijo que «eso no interesaba». En 2021 era asesinado el presidente, Jovenel Moïse, en el palacio presidenci­al (seguía sin interesar a nadie).

Lo que ocurre hoy no es más que el producto de nuestra indiferenc­ia ante el hambre y la violencia extremos (porque nunca es la causa justa de moda, siempre hay otra más pintona); y del fracaso de todas y cada una de las raquíticas intervenci­ones internacio­nales, tanto militares como de ayuda humanitari­a, que han coadyuvado a perpetuar la inestabili­dad. Por eso Haití importa. Y claro que es asunto nuestro.

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