Por mi gran culpa
Los azahares gritan primavera y ahora queda la duda de si estas tardes dulces llegan antes de tiempo o son fruto del calentamiento global
HA aparecido el azahar en los naranjos, justo a la hora dulce de la víspera en que tantas imágenes están sobre los pasos, y uno no sabe si alegrarse o pedir perdón. El azahar se huele siempre mucho antes de lo que se ve, grita sin ruido desde las ramas y cuenta en décimas de segundo, sin que la cabeza tenga tiempo para ponerse intelectual, que está a punto de llegar un tiempo que suspende el tiempo, unos días en que el mundo detiene el trajín y se viste del traje de un sueño, de las prendas cortadas con la memoria y la añoranza que ceñirán todas las almas aunque queden en secreto.
Antes los primeros azahares abiertos, siempre con la pregunta de cómo sale tanta esencia embriagadora de un frasco tan frágil que ni aguanta en la mano, eran ocasión de gozo y ahora dejan en la cabeza el pellizco de un remordimiento. Ésta es una época en que cualquier cosa que pase en el firmamento es culpa del hombre: si el anticiclón de los Azores pinta de azul inmaculado los cielos del invierno tiene que ver con las emisiones de los camiones; si no llueve es consecuencia del cambio climático y si pasa como en estos días en Córdoba, que llega un temporal fuerte que troncha árboles y derriba las estructuras con las que los hombres se hicieron la vana ilusión de desafiar al clima, es por culpa de tanta inconsciencia que ha vuelto locos a los agentes atmosféricos.
Avisan con el tono de los médicos que disfrutan cercenando placeres: «Si sigue consumiendo grasas ibéricas en lugar de verduritas al vapor, prepárese para un infarto de miocardio». Por culpa de la emisión de su furgoneta diésel llueve en Córdoba con mucha rabia en marzo y por culpa de su coche de gasolina no llueve en abril. El que recuerda las infinitas noches tórridas del verano y las advertencias de que dentro de poco será peor se asustará cuando febrero llegue con tiempo cambiante y el que se vino abajo con el calor de los primeros días de la Cuaresma se preguntará si no será rara la gelidez en los huesos con que ha entrado marzo, como si ya no fuera invierno.
Hasta hace poco la información del tiempo tenía el sino de lo inevitable: hacía frío o estaba nublado sin que el ser humano pudiese hacer otra cosa que predecirlo y abrigarse. Ahora tiene la carga de una responsabilidad y la necesidad de una contricción: cada vez que se mueve una nube tendrá que ver con el tubo de escape de una moto o con una vaca que se cría para comer entrecots. Están los azahares gritando primavera y si antes había que cerrar los ojos, respirar hondo y dejar a la memoria que volase, ahora queda la duda de si esta tibieza no llega demasiado pronto por el calentamiento global, si el efecto invernadero no los ha sacado antes de tiempo y si la dulzura de estas tardes no es en realidad un placer envenenado que anticipa un apocalipsis para el que sólo queda el remedio de arrepentirse —«por mi gran culpa»— y recibir cada cambio del cielo como un castigo.