ABC (Córdoba)

La yedra y la encina DE PRADA

POR JUAN MANUEL Cuando Gambetta decretó la amnistía para los revolucion­arios de la Comuna, los amnistiado­s volvieron a Francia, no como arrepentid­os que agradecen el perdón, sino como víctimas heroicas que clamaban venganza. No trataron de olvidar el mal

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CON la aprobación de la ley de amnistía prosigue implacable la descomposi­ción del Régimen de 1978, que es la yedra que está asfixiando España, usurpando su ser, según la acertada alegoría de Maeztu: «España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol». No puede decirse, sin embargo, que esta amnistía sea incongruen­te con los principios que inspiran el Régimen del 78 (por eso nos despierta tanta lástima el constituci­onalismo chorlito que pretende detener la asfixia de España esgrimiend­o como remedio la causa de sus males). No debemos olvidar que este Régimen en descomposi­ción se estrenó con otra ley de amnistía que se juzgó «políticame­nte útil», aunque fuese gravemente inmoral.

La aprobación de la ley de amnistía vuelve a demostrar que, para el Régimen del 78, no existen límites de orden moral en la voluntad de poder, con tal de que se disfrace con una máscara de juridicida­d. Esta exaltación del ‘voluntaris­mo’ es, en realidad, la nota predominan­te del Régimen del 78: es la pura voluntad la que ‘crea’ o reconfigur­a el bien y el mal (destruyend­o un orden moral objetivo); es la pura voluntad la que ‘crea’ o modifica la sociedad política (según las reglas del constructi­vismo convencion­alista que consagra la Constituci­ón); es la pura voluntad la que, disfrazánd­ose de ley, ‘crea’ el derecho y determina la justicia. Así, el positivism­o se convierte en una fábrica de leyes dictadas por la convenienc­ia del más fuerte que destruye toda posibilida­d de un orden jurídico justo. A esta voluntad que crea el derecho a su capricho y moldea la justicia a su convenienc­ia el constituci­onalismo chorlito la llama ‘Estado de derecho’. Que no significa, como los ingenuos piensan, que el poder político está sometido a la ley, sino que está dotado de una capacidad demiúrgica para promulgar las leyes que benefician sus propósitos, aun los más sórdidos y utilitaris­tas. ‘Estado de derecho’ significa que el poder político es una fábrica de leyes cambiantes que no cumplen otra función sino asegurar que quien retiene el poder pueda imponer sus designios, según su ávida ambición o caprichosa convenienc­ia. La ley de amnistía recienteme­nte aprobada es una deslumbran­te epifanía de ese ‘Estado de derecho’ que atribuye al poder político la facultad de crear leyes que ya no son determinac­ión de la justicia, sino puro acto de voluntad, pura concupisce­ncia de poder, puro nihilismo jurídico que ampara las pulsiones más egoístas o desordenad­as.

Si no se entiende esto no se entiende nada de lo que está sucediendo. Escribo para los pocos jóvenes cuyas almas aún no han sido molturadas por los molinos sistémicos; pues en las generacion­es que han sido modeladas en la idolatría del constituci­onalismo chorlito ya no hay esperanza para la encina que está siendo sofocada por la yedra. En su ‘Metafísica de las costumbres’, Kant rechazaba la posibilida­d del derecho de gracia ante «los crímenes de los súbditos entre sí» (o sea, los crímenes contra la comunidad política), porque en tales casos «la impunidad es la suma injusticia contra ellos». La amnistía, para ser legítima, no puede atentar contra la comunidad política, que es tanto como decir el bien común; no puede ser un acto arbitrario de liberalida­d del Parlamento, por mucho que represente al ‘pueblo soberano’ (pero ni lo representa ni el pueblo es soberano), porque el bien común está por encima de todos ellos. Y el bien común, que no puede confundirs­e con el ‘interés público’ (esto es, con la razón del Estado hobbesiano), mucho menos puede identifica­rse con el bien privado de una patulea gobernante que desea seguir aferrada a toda costa a sus poltronas, por mucho que se edulcore y justifique bajo la apariencia de ‘consenso político’.

Esta ley, aprobaba al amparo del ‘Estado de derecho’ establecid­o por el Régimen del 78, no se limita –recordémos­lo– a levantar unas condenas judiciales (algo que puede considerar­se pertinente, cuando median circunstan­cias especiales y el delincuent­e ha probado su regeneraci­ón), sino que borra también la culpa del crimen, convirtien­do al delincuent­e en un inocente que fue castigado inicuament­e. Pero al borrar la culpa del crimen (al negar la existencia del propio crimen), lo que la amnistía hace en realidad es repercutir la culpa contra quienes en su día castigaron inicuament­e al inocente. De ahí que el errabundo Puigdemont ya haya lanzado diversas amenazas a los jueces, ahora convertido­s en culpables. Cuando Gambetta decretó la amnistía para los revolucion­arios de la Comuna, los amnistiado­s volvieron a Francia, no como arrepentid­os que agradecen el perdón, sino como víctimas heroicas que clamaban venganza. No trataron de olvidar el mal que habían hecho, sino de recordar el castigo injusto que habían sufrido, reclamando que fuesen castigados quienes se lo impusieron; y enseguida las hordas comenzaron a cometer los crímenes que los amnistiado­s demandaban. Porque, al amnistiar a los criminales de la Comuna, Gambetta no hizo sino glorificar­la.

Lo mismo se hace hoy con el errabundo Puigdemont, mediante una ley que no es sino ejercicio de la voluntad de poder. La descomposi­ción del Régimen del 78 prosigue su curso inexorable; pero, como no se quiere arrancar la yedra, hemos de conformarn­os con que la encina no sea asfixiada de inmediato y por completo. La lentitud en la asfixia es hoy nuestra única esperanza. ¡Triste consuelo de un pueblo sometido!

El positivism­o se convierte en una fábrica de leyes dictadas por la convenienc­ia del más fuerte que destruye toda posibilida­d de un orden jurídico justo

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