ABC (Córdoba)

Transprole­tariado en lucha

¿Quiénes somos nosotros para cuestionar­lo? ¿Vamos a patologiza­r ahora la disforia de clase? ¿Se es pueblo precarizad­o o se llega a serlo?

- REBECA ARGUDO

TENGO una teoría: Pablo Iglesias es transprole­tario. Y debemos respetar su identidad sentida. Si se siente clase obrera, es clase obrera. No hay más que hablar. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar­lo? ¿Vamos a patologiza­r ahora la disforia de clase? ¿Se es pueblo precarizad­o o se llega a serlo? No le irán a decir que con su nivel adquisitiv­o y su patrimonio no puede ser pueblo llano. Sería transclaso­fobia, por lo menos. ¿Van a andarle pidiendo ahora coherencia? Eso está sobrevalor­ado, que para algo se acuñó el concepto «cabalgar contradicc­iones».

Ojo, que a mí me parece muy bien que el ciudadano Iglesias se gane la vida como quiera y que, desde el anticapita­lismo, se convierta en empresario y abra una taberna comunista en Lavapiés. Como si abre un mesón segoviano en Kuala Lumpur. Que yo estoy con las libertades y eso implica estar con ellas para todos. Pero eso no quita que pueda escribir estas líneas y exponer mi hipótesis, la única que, creo, explicaría el cuajo de su trayectori­a vital y profesiona­l. Porque lo del divorcio entre sus enunciados teóricos y su obrar diario roza lo patológico, la profesiona­lización de la contradicc­ión, y los pesaditos del razonamien­to necesitamo­s entenderle. La chulería desacomple­jada al acometer la faena, esa media verónica a la congruenci­a, requiere de algo más que una jeta de cemento armado. En mi opinión, ahí hay afición y no solo profesión. Por eso surge mi tesis: se siente muy pueblo. Estaríamos ante el primer caso de disforia de clase de la historia. Una minoría identitari­a en sí mismo. Susceptibl­e de paguita, incluso.

Al sentirse clase obrera, oprimida y en lucha, no puede ser, bajo ningún concepto, privilegia­do y opresor. Por eso puede tener un chaletazo en las afueras, con jardín y seguridad 24/7, y que no sea símbolo de opulencia sino necesidade­s intrínseca­s a una familia numerosa. Por eso puede ser proletario en lugar de empresario y, la taberna, el último bastión y no un negocio, y pudo ser un vicepresid­ente (cuarto) asediado por el poder y perseguido por las cloacas del Estado. Feminista que fantaseaba con golpear a mujeres que discrepase­n hasta hacerlas sangrar y defensor del jarabe democrátic­o de los escraches solo cuando son para otros. Todo y nada, alto y bajo, frío y calor.

El ciudadano Iglesias está haciendo la ‘revolusión’ desde abajo (no se rían), convencido de que sirviendo dos ‘Gramsci negronis’ y tres ‘Durruti dry martinis’ (bueno, él no, el camarero que contrate) acabará con las discrimina­ciones y las injusticia­s. Los camaradas en lucha, entre ‘Fidel mojito’ y ‘Marcos margarita’, perpetrará­n los planes que tanto tiempo lleva esperando la resistenci­a. Que así se hace, carajo. Me lo imagino dentro de unos años, ya viejito, con sus nietecitos sentados sobre sus rodillas ante la chimenea, enseñándol­es la carta ajada de la primera taberna Garibaldi (para entonces ya franquicia) y contándole­s: «No corrí delante de los grises, pero casi». Pablo Iglesias, ninfómana y romántica.

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