«NUESTRA LUCHA CONTRA ETA NO SIRVIÓ PARA NADA»
Recuerda sus años como escolta en el País Vasco hasta el fin del terrorismo en 2011 y cómo vive ahora en un poblado ilegal de Cartagena, indignado por la reinserción política de etarras que asesinaron
«Esta mañana he estado a punto de llamarte para decirte que no vinierais», suelta José Ángel García nada más recibirnos en su pequeña barraca de la Algameca Chica, un asentamiento ilegal ubicado a las afueras de Cartagena, que sobrevive a pesar de que las autoridades amenazan con derruirlo cada cierto tiempo. Aquí se refugió con su mujer cuando ETA anunció el «cese definitivo de su actividad armada» en 2011, en busca de la tranquilidad que no tuvo como escolta en el País Vasco durante los quince años anteriores.
Tras un breve silencio, se justifica: «No es que me haga ilusión hablar de esa época, de lo que hicimos y de cómo terminamos, pero ya estabais de camino y te lo prometí estrechándote la mano. Eso para mí es ley». El antiguo escolta se refiere a una visita realizada un mes antes para cerrar el encuentro. «Llevo años rehuyendo esta conversación. No es agradable recordar según qué cosas, ¿entiendes? Y no es algo de lo que se puede hablar con tranquilidad en este país, porque levanta pasiones», añade.
En realidad, la entrevista empezó a gestarse hace dos años, cuando ABC acudió a documentar este curioso poblado de cien casas, algunas de madera y parcialmente construidas sobre el mar, que nunca ha contado con agua corriente, ni suministro eléctrico, ni alcantarillado ni una carretera de acceso en condiciones, a pesar de estar habitado desde finales del siglo XVIII. Sus inquilinos ni siquiera tienen un documento que acredite su titularidad, aunque la barraca de García fue erigida por sus abuelos hace un siglo y él creció en su pequeña lengua de mar pescando magres y pulpos para que su madre los cocinara.
En aquella primera visita, mientras nos enseñaba su barraca convertida en una especie de tasca familiar, nos reveló: «Mi vida como escolta fue muy estresante. Por eso, cuando se acabó el terrorismo, me vine al poblado y aquí quiero vivir los años que me queden». En aquel momento se negó a hablar de ese periodo que comenzó, en 1995, cuando se marchó a trabajar como guardia de seguridad a la famosa autovía de Leizarán que se estaba construyendo entre Pamplona y San Sebastián y que ETA convirtió en uno de sus objetivos.
La banda, de hecho, asesinó a cuatro personas relacionadas con las obras y cometió atentados de sabotaje con pérdidas valoradas en dos millones de euros. Un infierno que José Ángel confirmó el primer día que pisó el País Vasco con 31 años: «Me mudé a Irurtzun. Salí de Madrid por la noche y llegué a las 7 de la mañana. Entré en el primer bar que vi abierto y
todos los clientes se alejaron de mí. Me quedé solo. Pedí un café y nadie me hizo caso. En ese momento entraron dos guardias civiles armados y me sacaron».
Fuera había cuatro coches del Grupo de Acción Rápida (GAR), la unidad de la Guardia Civil especializada en la lucha antiterrorista, con un montón de agentes con pasamontañas. En la calle, un guardia le dijo: «Eres nuevo, ¿verdad?». Y añadió: «Has tenido suerte, has entrado en la única herriko taberna del pueblo. Eso está prohibido para ti, te juegas la vida. ¿Has notado que todo el mundo se apartaba? Era para que no les salpicara la sangre si alguien te levantaba la tapa de los sesos».
«¡Todo eso el primer día! Pensé: ‘¡Ahora mismo me vuelvo!’», exclama. Pero continuó trabajando. Desde 2001, como escolta privado de algunos de los políticos, empresarios y periodistas más importantes del País Vasco, como la expresidenta del Parlamento vasco, Arantza Quiroga; el entonces concejal y actual presidente del PP vasco, Borja Sémper; Gorka Landaburu y un joven Santiago Abascal.
A José Ángel le hierve la sangre con algunos recuerdos, mientras habla sentado junto al modesto embarcadero que construyó para amarrar su pequeña lancha de madera. Durante la entrevista, caen tormentas en toda España, pero en la Algameca brilla el sol. Su perro, Coco, merodea jugando y su mujer, María Jesús, prepara el marmitako que ya cocinaba en la taberna que regentaba en Lasarte, donde conoció a José Ángel y donde daba de comer a etarras y escoltas, siempre en una tensa calma.
—¿Vinieron aquí buscando sosiego?
—Hombre, en el País Vasco no lo pasamos bien. Ten en cuenta que los escoltas de empresas privadas de mi promoción subimos en 2001 para solucionar la chapuza del Gobierno, que no podía dar protección a todos los amenazados por ETA. El detonante de que aumentáramos a más de 2.700 fue el asesinato Froilán Elespe en 2002.
El 20 de marzo de ese año, este concejal del Partido Socialista en Lasarte acudió a tomarse su habitual vino al bar Sasoeta. El establecimiento estaba en una céntrica avenida de la localidad guipuzcoana, a 70 metros de su domicilio. Cuando apuraba el último trago, un terrorista se le acercó a cara descubierta y le disparó dos tiros en la cabeza. No llevaba escolta, pero su nombre no había aparecido en ninguna lista de ETA. La semana anterior había mantenido una reunión con los responsables de su partido, quienes le comunicaron que debían llevar protección oficial. Elespe aseguró que no temía por su vida y renunció a ella. Tenía 54 años, estaba casado y era padre de dos hijos.
1.625 millones de euros
Desde entonces y hasta el fin de ETA, las administraciones públicas tuvieron que desembolsar más de 1.625 millones de euros para contratar la seguridad privada. La cantidad fue sufragada entre el Gobierno vasco y el central, para responder al salto cualitativo que la banda dio a mediados de los 90. Tras la caída de su dirección en Bidart en 1992, emprendió una nueva estrategia que denominó «la socialización del sufrimiento», con la que puso en la diana a toda la sociedad: políticos, empresarios, jueces, fiscales, policías, periodistas y civiles.
Anteriormente, los asesinatos del presidente del PP de Guipúzcoa, Gregorio Ordóñez, en 1995, y el del concejal del PP de Ermua, Miguel Ángel Blanco, en 1997, ya habían evidenciado que la protección pública resultaba insuficiente. En 1999, el Gobierno de José María Aznar cambió la legislación para posibilitar que los cargos públicos pudiesen ser protegidos por guardaespaldas privados.
Tras un año y medio de tregua, sin embargo, la banda terrorista volvió a matar. Dos coches bomba que acabaron con la vida del coronel Pedro Antonio Blanco y el secretario general del PSOE en Euskadi, Fernando Buesa. Fueron momentos de confusión y miedo, hasta el punto de que el Gobierno vasco presupuestó 827.000 euros en seguridad privada para 2001 y acabó gastando 27 millones. Luego, las partidas económicas de las instituciones se dispararon hasta el fin de ETA y el despido de los escoltas.
—¿Recuerda su primer servicio?
—Sí, una concejala socialista muy joven de Lezo, Ainhoa Villanua, que me asignaron tras la muerte del compañero que la protegía, Joseba Andoni, que era mi amigo.
—¿Qué le ocurrió?
—Ainhoa salió un día de tomar un café en un bar y, de repente, Joseba vio venir a cuatro civiles con una pistola en la mano. Eran guardias civiles de paisano detrás de unos atracadores, pero no le habían informado de la operación. Sacó su arma, empujó a su protegida contra un contenedor y, ¡pum pum, pum!, se lió a tiros. Hirió a dos agentes, pero a él lo cosieron a balazos. Ella estuvo a punto de morir.
—¿No compartían la información?
—Al principio, no, y ese fallo de comunicación costó unas cuantas vidas… ¡Fue un verdadero caos! Ten en cuenta que aquello era una zona de guerra en la que todo el mundo iba a combatir. Nadie se fia
ba de nadie y no nos contaban nada.
—¿Cómo vivió el error la concejala?
—Estuvimos un mes para conseguir que saliera de casa, estaba psicológicamente derrotada. No quería ver a sus amigos, ni asistir a los plenos, ni relacionarse con el partido… Se acordaba mucho de ese día, pero al final conseguimos que se relajara e hiciera una vida más o menos normal.
—¿También hacían de psicólogos?
—Al compartir 24 horas al día con tu protegido, terminas convirtiéndote en su psicólogo y su amigo. ¿A qué hora te has levantado tú hoy?
—A las 5.30 para coger el tren.
—Si yo te protegiera, estaría dando vueltas a tu casa desde las 3 de la mañana, comprobando los vehículos aparcados alrededor y el ascensor de tu edificio. Te sacaría de casa y subiría al tren contigo. Luego tendría que comprobar el restaurante donde vas a comer, sin repetir dos veces el mismo. Controlaría todo tu ocio y saldría contigo de copas. Por la noche te dejaría en casa, considerada zona segura. Todo el día detrás de ti, con tu vida en mis manos, hasta que me fuese a descansar… los días que se puede.
José Ángel tenía una tapadera: era vendedor de coches y hasta tuvo que venderles varios a los compañeros del colegio de su hijo «para disimular». Un día le citaron de urgencia en la comisaría de Irún y, al llegar, un policía le sacó un sobre con fotografías de su coche, su casa y suyas. Era información incautada a un comando. Le dijeron: «Lárgate de tu casa y del pueblo ya. ¡Sal zumbando esta misma noche!». En esos años tuvo que mudarse hasta tres veces y se salvó por los pelos de varios atentados. Dos de ellos contra Gorka Landaburu. Además, tuvo que mantener en secreto su noviazgo con María Jesús. Cuando querían verse, se marchaban por separado lejos de Lasarte, pasaban el día juntos y volvían cada uno por su lado.
«Hubo compañeros que, sin terminar el primer turno, lo dejaban. Otros se pegaron un tiro en la cabeza. Si te sumías en una depresión, tenías que dejarlo, porque sabíamos que el conflicto no se iba a acabar de un día para otro. Hay escoltas que todavía reciben ayuda psicológica», reconoce.
Antes de salir a navegar con Coco, le mostramos a José Ángel la noticia que ABC publicó en las elecciones vascas de mayo: ‘Bildu lleva a 44 condenados de ETA en sus listas, siete de ellos por asesinato’. Tras unos segundos en silencio, hace una mueca de disgusto y se pone serio. «¡No puedo con esto! Los escoltas no lo entendemos. ¿Para qué hicimos nuestro trabajo? Nuestra lucha no sirvió para nada… ahora sí se me está erizando la piel. Para llegar a esto no hacíamos falta, que lo hubieran hecho hace 25 años y habríamos evitado algunos de los 800 asesinatos. ¿Esto es la democracia actual? Si algún político lo justifica, nuestro trabajo sobró. Un gasto de dinero y personal absurdo».
—¿Con qué sensación lo recuerdan sus excompañeros?
—De vez en cuando nos juntamos y siempre llegamos a la conclusión de que perdimos el tiempo. Estamos convencidos. Por supuesto, conseguimos que la gente pudiera seguir dedicándose a la política con cierta libertad, aunque para llegar a esto [vuelve a señalar la noticia], no sé...
—¿Echa de menos la adrenalina?
—Aunque resulte extraño, a veces echo de menos estar siempre en la punta de la lanza. Todas mis preocupaciones se han reducido a levantarme y buscar algo en lo que ocuparme hasta la noche. ¡Joder, es difícil explicárselo a alguien que no vivió aquello!
—¿Y cómo es un día suyo ahora?
—Tengo una vida excesivamente relajada, sin ninguna meta. Mi única vía de escape es salir ahí en medio [señala al mar], pescar, mirar al cielo y cualquier cosa sin nadie alrededor.