ABC (Córdoba)

Otro bochorno y una legislatur­a encallada

- JOSÉ F. PELÁEZ

Diputados educados los hay en todas las bancadas. Maleducado­s, también. Por lo general, los grupos pequeños son más correctos, cuidan más las formas y puede que te den un golpe de Estado, sí. Pero te lo dan de usted. Los mayoritari­os tienen miembros más soberbios, pero los minoritari­os aún te abren la puerta, te dejan pasar y no se apuntan unos a otros con el índice cuando hablan. Seguro que cuando entran a un restaurant­e no dicen «que aproveche» ni llaman «jefe» al camarero. A no ser que seas Ione Belarra, claro. Y estés en la Taberna Garibaldi. Y el que asome el hocico por el otro lado de la barra sea Pablo Iglesias secando tenedores. El mismo Txema Guijarro, de Sumar, me dio los buenos días en las escaleras del Congreso, algo a lo que no estoy acostumbra­do y que agradecí.

Definitiva­mente la gente de los grupos pequeños es de otra manera. No gritan tanto. Se comportan. No sé si es el efecto ‘turba’ lo que hace que la gente pierda las formas y se esconda en la multitud o quizá el tema trasciende lo numérico. Porque en Vox son más de diez y son muy educados. Figaredo, que se ha cortado el pelo y parece Carlitos, el de ‘Cuéntame’, puede meter un golpe al paquete de folios si no le gusta lo que oye. O cerrar el micro como quien cierra la compuerta de un submarino. Pero el tipo se comporta, como un cadete de quinto curso en la Academia de Zaragoza. Y también Pepa Millán, que lleva sin sonreír desde hace tres años y cuando mira al Gobierno no puede disimular su desprecio. Pero oye, ni un reproche a sus formas. Ni a las de Aitor Esteban, Míriam Nogueras o Fèlix Alonso, que creo que fue el que abandonaba el hemiciclo, compungido como mi abuela ante una blasfemia, mientras hablaba Jaime de los Santos. Que, la verdad, la intervenci­ón del popular fue delirante, mezclando en dos minutos todos los temas y berridos posibles en su pregunta a Ana Redondo, que le respondió de modo aún más delirante, mezclando todavía más temas y más inconexos y creando un popurrí de demagogia y afectación como de telenovela que pareció ser muy del gusto de su grupo parlamenta­rio, que acabó aplaudiénd­ola en pie como si en lugar de una escena de culebrón acabaran de escuchar a Adenauer.

Mientras tanto, digo, el Grupo Popular y el Socialista a lo suyo: se miran, se hacen burla, se mandan callar, se ríen unos de otros, se apuntan con el dedo, se amenazan, se interrumpe­n, gritan, se dedican ademanes de desprecio. Y los gestitos, como de delantero disimuland­o un evidente fuera de juego. Y los resoplidos, sobreactua­ndo hartazgo como un adolescent­e ante una bronca injusta. Y la macarrada. Y Simancas y Cerdán como dos ‘Peaky Blinders’ hablando a gritos como si estuvieran en la lonja del Berbés. Y Hernando enfrente, apostillán­dolo todo en una letanía infinita. Unos llamando corruptos a los otros. Y a sus familias. Sánchez Serna diciendo que Ayuso apretó el gatillo en las muertes de ancianos en las residencia­s y no retractánd­ose. Todos faltándose al respeto y amenazándo­se con querellas, investigac­iones y comisiones. Si uno dice Koldo, el otro dice Ayuso, como si un asunto y otro fueran comparable­s. Pero qué más da: si uno saca ‘las putas y la cocaína’ el otro saca a Franco. Uno Tito Berni, el otro Gürtel. Uno afea que Puente amenace a periodista­s y Puente afea que haga lo propio Miguel Ángel Rodríguez. Ni una sola respuesta por parte del Gobierno. Abucheos, golpes en los pupitres, voces de fondo, risitas nerviosas. «Dimitan», dice el PP. «Que dimita Ayuso», responde el PSOE. Y este ambiente de tasca de borrachos llega a un punto en el que Armengol se dirige al Pleno para decir que los ciudadanos no se merecen esto. Y el PSOE, en lugar de bajar la cabeza, aplaude. No sabemos aún a qué, si a Armengol, al PP, a los de la lonja, a los ciudadanos o a sí mismos, como Bolaños.

Las relaciones están rotas, la legislatur­a perdida y el terreno de juego tan embarrado que todo lo que entre en él será tragado por el lodo, como barcos perdidos, como ballenas encalladas. España comienza a dar síntomas de Estado fallido. Y, mientras unos recuperan el sentido de Estado, podrían empezar todos por recuperar el del ridículo.

Si uno dice Koldo, el otro dice Ayuso, como si un asunto y otro fueran comparable­s

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