ABC (Córdoba)

Petro, la constituye­nte y el populismo redentor

Son profetas laicos que dividen la sociedad en buenos y malos, en opresores y oprimidos

- CARLOS GRANÉS

EXALTADO por el calor del trópico, Gustavo Petro revivió la idea de una Asamblea Nacional Constituye­nte en Colombia. Lo hizo en la plaza pública, por supuesto, en Cali, al final de un largo discurso en el que se despachó en contra de los españoles, que habrían desembarca­do en esas tierras «a poner a unos seres humanos a su servicio», y también contra la oligarquía criolla, que habría llegado luego para obligar al pueblo a votar por ellos o a matarse entre sí. No se presentaba como un poeta del apocalipsi­s climático, faceta que reserva para escenarios internacio­nales, sino como un libertador que después de quinientos años señalaba al pueblo el camino de su emancipaci­ón.

Pero a pesar de su letanía anticoloni­alista, Petro sonaba como un español del siglo XVII, quizá un discípulo del jesuita Francisco Suárez. «El rey no es el soberano», dijo, «el pueblo es el soberano». Y en efecto, los escolástic­os españoles asumieron que Dios no le daba la soberanía al rey, sino al pueblo, y que era este el que revestía de autoridad a sus gobernante­s. Se trataba de un principio populista, base incipiente de la democracia, que ahora Petro rescataba para pedirle a sus huestes que se organizara­n, que constituye­ran un poder popular que lo defendiera porque a él las oligarquía­s lo querían tumbar. O lo tumbaban o lo bloqueaban, que venía a ser lo mismo. El Congreso acababa de rechazar una de sus reformas, algo que para Petro no significab­a una derrota política, sino una prueba de que los poderes tradiciona­les, todos opresores, sedientos de “sangre, tortura y muerte”, estaban frenando el cambio y la redención.

Aquel diagnóstic­o explicaba su pronunciam­iento. En ese momento histórico, a él, el elegido por la gente, ninguna institució­n lo podía detener. El pueblo no se iba a ir arrodillad­o a casa, advirtió, serían las institucio­nes las que tendrían que cambiar. Si demostraba­n no estar a la altura del momento, si no daban vía libre a las reformas que el pueblo había avalado con su voto, hasta la Constituci­ón debía revisarse entonces en un proceso constituye­nte.

La propuesta era el reconocimi­ento de su impotencia, del declive de su presidenci­a. No iba para ningún lado, pero sí mostraba una mentalidad, una forma de entender la democracia en el mundo hispano que emparenta a Petro con personajes en apariencia dispares como Milei. Tan lejos y tan cerca, ambos reconocen el vínculo que los une a sus votantes, al pueblo puro y bueno, las esencias nacionales, mientras desprecian el sistema que reparte el poder y somete cualquier liderazgo a examen y negociació­n. Son profetas laicos que dividen la sociedad en buenos y malos, en opresores y oprimidos, y creen que su voluntad es la del pueblo y su proyecto, el camino a la salvación. Siguiendo esa pista se enrocan. Su radicalism­o los lleva al fracaso y su fracaso al victimismo. Es la historia de América Latina, una y otra vez, la misma ilusión, la misma frustració­n. El aspa del molino que vuelve a tumbar del caballo al Quijote redentor.

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