Llega un periodista y cuenta
Autoflagelarnos es una de nuestras grandezas. Porque eso significa que somos analistas y aún tenemos bien despierto el olfato
ÚLTIMAMENTE, al cruzar la puerta de mi Facultad, la de Ciencias de la Información de la Complutense, me embargaba una pequeña desazón por los futuros periodistas. Cuando los veía entrar y salir con sus mochilas bajaba la mirada avergonzada por el contaminado ecosistema periodístico que les vamos a dejar en herencia. Ríete tú del agujero de la capa de ozono, la plastificación del fondo del mar y la sequía perenne.
Me veía reflejada en esos veinteañeros. Con las ilusiones de los primeros cursos, las ansias por conocer, por destapar, por contar. Pero cuando imaginaba su futuro, del que yo vengo, sólo veía infoentretenimiento depredador, ‘fake news’, ‘influencers’ faltones, dictaduras del clic, polarización, desinformación, manipulación y no sigo porque hoy, aunque no lo crean, vengo en positivo.
Nadie, se lo aseguro, despotrica más y mejor sobre el periodismo que los propios periodistas. ¿No me creen? Fíjense: les he comentado a varios colegas que iba a escribir a favor del periodismo de hoy y todos han dicho, sin dudarlo, que he perdido la cabeza. Y uno de los mayores aprietos de mi carrera fue un debate público sobre periodismo con Ignacio Camacho. Sí, autoflagelarnos es una de nuestras grandezas. Porque eso significa que somos analistas y aún tenemos bien despierto el olfato y abiertos los oídos, los ojos y la boca. Y ya han visto que a muchos les gustaría que fuera al contrario. Nos quieren ciegos, sordos y mudos. Complacientes. Lo piden sin gusto y sin tacto, que es como patalean, presionan y amenazan los que pierden las formas. De derechas y de izquierdas. Pero aunque pueda parecer, por ello, un momento triste para el periodismo, es todo lo contrario.
La primera vez que pisé una redacción, de becaria, los periódicos todavía distribuían paga de beneficios. Luego me titulé y desde entonces llevó escuchando lo del final de la prensa. Llegaron las crisis, los ERE y los recortes. Algunos cierres. Pero ahí siguen los periódicos, la base de la pirámide alimenticia de la información. Y las radios. Y ahí siguen quienes les temen. Eso sólo significa una cosa: que el periodismo sigue cumpliendo su función. La de encender la luz.
Por eso, he vuelto a levantar la mirada al cruzar la puerta de mi gris edificio. La Facultad de Ciencias de la Información, en plena Ciudad Universitaria madrileña, es una construcción brutalista: puro hormigón, cero pintura y ornamentos. Este movimiento arquitectónico surgió precisamente como reacción a una tendencia nostálgica anterior. El edificio siempre me pareció una gran lección de periodismo, la primera al matricularte: lo que importa es la estructura. En España ha quedado demostrado que, a pesar de nuestra nostalgia, sigue habiendo una estructura periodística que funciona. Aunque a algunos no les guste. O, sobre todo, porque a algunos no les gusta.