Llover y rezar
Puede que llueva a cántaros, o puede que el cielo haga continuos señuelos de incertidumbre que permitan el discurrir de cortejos
El corazón hecho un puño. Siete puñales de dudas. No hay nada más primaveral que la lluvia. Al igual que la Semana Santa. Una nos trae el sustrato para que la naturaleza emerja henchida. La otra nos alimenta el desasosiego y la esperanza para el triunfo de la vida espiritual del hombre. Las dos van unidas, realmente. Por eso, cuando se cruzan generan esa sensación de infinita frustración. Ambas, inseparables y autónomas a la par, tienen la fuerza de generar riqueza. El campo y el turismo, ambos, reservorios de diferentes placeres y necesidades. Sin ellas, casi la nada más absoluta. Y tiran de sí mismas como un juego ciclópeo, casi mítico, para anteponerse y vencer a la otra en la mayor de las urgencias, como ahora es el caso. Premura por que las precipitaciones llenen los pantanos y nos aseguremos un futuro inmediato sin el drama de la sed en la garganta, la labranza o el pasto del ganado. Urge, empero, la explosión que la Pasión desencadena en nuestra alma y en el devenir del tiempo. Mientras todos los sentimientos se abren y despiertan. Entre la luna que la señala en el calendario y la que dicta la oración más sincera por quien vino a salvarnos. Las dos nos sacian para el resto de los días en el tiempo apropiado. Riegan nuestras señas de identidad por la que chapotean los más pequeños absortos ante el mismo espectáculo. Y representan una perfecta semblanza de lo que es Andalucía: agua y Semana Santa. Valores inermes al paso del tiempo. En la historia de nuestros ancestros y en la siembra de nuestro presente.
Llover y rezar, una misma manera de creer. En la fe del mañana, en la fe de las plegarias que llueven sobre mojado, en la fe de lo que somos y nos representa, en la fe que calma nuestras ansias y en la fe de que volveremos a nacer mejores. Con el mismo olor a tierra mojada que sella la más higiénica de las limpiezas naturales o en el inconmensurable aroma de azahar e incienso que purifica la inocente entrada de la primavera en el crepúsculo.
Puede que llueva a cántaros, o puede que el cielo haga continuos señuelos de incertidumbre que permitan el discurrir de cortejos y penitentes, sorteando adivinanzas y emulando atrevimientos mientras los ojos se agolpan en el cancel de cualquier barrio, de cualquier pueblo, de cualquier ciudad. No hay mal que por bien no venga, aunque bien está lo que bien acaba. Vivimos tiempos atribulados en los que los desajustes meteorológicos ya no permiten pronosticar con tiento. Como en aquella niñez que perdimos y donde nos conquistó el relato universal de Jesús. Las estaciones eran más claras, o al menos, los vaticinios no precisaban de una tecnología punta. Ahora el calor nos abrasa con ropa de abrigo y la lluvia nos inunda en mangas de camisa. O de repente un tornado se cuela en nuestras vidas, en la Córdoba llana y caldera. O los árboles gigantes caen a plomo, ante la atónita mirada de propios y extraños, dejando un paisaje apocalíptico. Sólo queda esperar. Porque, pase lo que pase, habremos triunfado.