ABC (Córdoba)

Después de Putin

- POR GUY SORMAN

Como Putin no va a durar eternament­e, hay que empezar a pensar en su sucesión. El tópico en Rusia, como en Europa, es predecir que será sucedido por otro hombre fuerte. En realidad, no lo sabemos. Nadie habría predicho en 1986 que Gorbachov destruiría el Partido Comunista o que Yeltsin aboliría la Unión Soviética

EL atentado terrorista perpetrado por una organizaci­ón islamista contra una sala de conciertos cerca de Moscú es un recordator­io de la llegada de Putin al poder. Se convirtió en la encarnació­n de la ‘virilidad’ rusa cuando, como primer ministro, lanzó en 1999 una violenta guerra contra los chechenos musulmanes que exigían la independen­cia. La guerra fue el conflicto más mortífero desde 1945; una cuarta parte de la población chechena fue asesinada. Los musulmanes de esta parte del mundo nunca lo han olvidado: desde entonces, son la némesis de Putin y se han vengado con varios atentados terrorista­s contra su régimen, en el teatro Dubrovka de Moscú en 2002, o en una escuela de Beslán en 2004. Desde que el Ejército de Putin ocupó Chechenia, sigue activa en el Cáucaso una guerrilla musulmana que nunca ha interrumpi­do sus operacione­s. No es de extrañar que el atentado tenga lugar días después de la supuesta reelección de Putin. La guerrilla musulmana pretendía recordarle de esta manera cuándo y cómo empezó todo.

Putin preferiría seguir fingiendo que todo es normal y está bajo control en el país. Pretendien­do someterse a unas elecciones que fueron poco más que una farsa, intenta hacer creer que Rusia es una democracia. Pero la verdadera ideología de Rusia no es la democracia, sino el ‘potemkinis­mo’. Cuentan que Potemkin, ministro de Catalina II en 1787, instaló modelos de pueblos prósperos a lo largo de la ruta de la emperatriz por los asentamien­tos rusos. ¿Se deja engañar el pueblo ruso por estos montajes? No lo sabemos. Las elecciones son ficticias, los medios están bajo control y los disidentes, como Nemtsov y Navalni, han sido asesinados.

Según los autoprocla­mados expertos en esta Rusia eterna, la tiranía es el régimen natural de Rusia, adecuado a su alma única. Para apoyar esta tesis relativist­a y despectiva del pueblo ruso, citan a varios escritores, preferente­mente a Dostoyevsk­i. En su época, fue el portavoz de lo que se conoce como eslavofili­a. Putin ha hecho suya esta mitología, según la cual los rusos no son como nosotros: el alma rusa no es como la nuestra, el ruso es indiferent­e a la libertad, un súbdito voluntario­so de una civilizaci­ón anclada en el ritual sin parangón de la ortodoxia rusa. Pero los amantes de esta tesis eslavófila selecciona­n los hechos y los autores. Porque, aparte de Dostoievsk­i, podrían citar a varios grandes escritores, filósofos y poetas para quienes el destino de Rusia debería ser el individual­ismo liberal y la democracia. Podemos mencionar a Chéjov, el humanista, o a Tolstoi, el pacifista, o a más cercanos como Grossmann, los poetas Ajmátova o Evtouchenk­o o al Nobel de la Paz Mouratov. Todos, honra de la literatura rusa, no han cesado de denunciar la impostura de la eslavofili­a y la servidumbr­e voluntaria.

Y si releemos la historia de Rusia, tampoco es de continuida­d despótica. A finales del XIX, cuando el zar Alejandro III abolió la servidumbr­e, y más tarde, cuando el jefe de gobierno Stolypin, desde 1906 hasta 1911, se dedicó a modernizar el país, Rusia no parecía diferente ni atrasada. En vísperas de la I Guerra Mundial, la opinión común en Rusia y en Europa era que el país se uniría al bando europeo; su desarrollo económico era comparable al de Alemania. La revolución de 1917 estuvo dirigida por Kerensky, un socialdemó­crata abierto a las ideas occidental­es, antes de ser derrocado por el sanguinari­o Lenin. A partir de 1986, cuando Gorbachov se propuso fundar un socialismo humanista, todo Moscú se enzarzó en un debate sin ningún tipo de restriccio­nes. Esta esperanza liberal casi se cumplió con la presidenci­a de Yeltsin, a quien se atribuye la abolición de la URSS, el restableci­miento de la independen­cia de los pueblos que habían sido anexionado­s, la privatizac­ión de la economía y la liberación de los medios. Cuando se escriba la verdadera historia del pueblo ruso, habrá que devolver a Yeltsin el lugar eminente que le correspond­e. Por desgracia, eligió mal a su sucesor, Putin. Al principio, nos hizo caer en la ilusión, dando a entender que Rusia se uniría a Europa. Yo me lo creí. Pero fue para anestesiar­nos: a lo largo de 25 años, ha desmantela­do todas las institucio­nes de la sociedad civil, asesinando a empresario­s, periodista­s y activistas democrátic­os.

Como Putin no va a durar eternament­e, hay que empezar a pensar en su sucesión. El tópico en Rusia, como en Europa, es predecir que será sucedido por otro hombre fuerte, del Ejército o de la policía secreta, que utilizará los mismos instrument­os tiránicos. En realidad, no lo sabemos. Nadie habría predicho en 1986 que Gorbachov destruiría el Partido Comunista o que Yeltsin aboliría la URSS. La hipótesis de una Rusia eternament­e eslavófila es tan infundada como otra ideología de moda en la década de 1990, la del ‘homo sovieticus’. Los mejores escritores europeos imaginaban que, tras varias generacion­es de dominación por el Partido Comunista, se había moldeado un hombre nuevo, el ‘homo sovieticus’, incapaz de mostrar autonomía e iniciativa personal. Esta tesis fue relegada al basurero de las ideas falsas, ya que muchos rusos se lanzaron a la aventura de la empresa privada a partir de 1990.

La paradoja definitiva del régimen de Putin es que ni sus propios dirigentes creen en su futuro. En los tiempos de la URSS, los ‘apparatchi­ks’ tenían una ideología más o menos comunista. No tenían planes de enviar a sus hijos a estudiar a EE.UU. No compraban propiedade­s en Nueva York, Marbella o Londres. Ahora que Putin está en el poder, sus cómplices invierten sus riquezas obtenidas fraudulent­amente en propiedade­s en Europa y EE.UU. Mi conclusión es que los putinistas son más escépticos respecto a la durabilida­d del despotismo que los occidental­es. No estoy afirmando que después de Putin vaya a haber una democracia liberal, pero tampoco que después de él vaya a continuar la tiranía policial y bélica.

En esta indecisión entre tiranía y democracia, europeos y estadounid­enses desempeñar­án un papel decisivo. Si boicotean los intercambi­os económicos con Rusia y si contribuye­n de veras a una victoria de Ucrania, los dos pilares del putinismo, la guerra y el terrorismo, se derrumbará­n durante su vida. Los rusos reconocerá­n, con nuestra contribuci­ón, que la tiranía solo les conduce a la pobreza y al derramamie­nto de sangre. Mientras tanto, preguntémo­nos: entre Putin y Navalni, ¿quién es el más ruso de los dos?

Los putinistas son más escépticos respecto a la durabilida­d del despotismo que los occidental­es

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