Recordando aquel fatídico día
B. VEIGA
TRAS la conmoción, el hachazo trágico de aquellas explosiones. Forman parte de nuestra vida pero nada tiene que ver con el desgarrador dolor, insufrible, de las víctimas y sus familias. Minutos de angustia, de desconcierto, de miedo y terror ante el pavor de nuestra vulnerabilidad. Indefensos. Mortalmente heridos. Madrid y España entera iniciaron después de la guerra civil su día más triste y trágico. Devastación e impotencia. Incredulidad. Cierta sensación de fragilidad. Miedo. Mucho miedo. Y sobre todo, incomprensión. Nada justifica tamaña barbarie, vesania, ignominia. Nada. Por mucho que algunos culpasen del papel de aquél gobierno en la guerra de Irak. Solo las mentes asesinas son culpables. Solo ellas golpean, matan, destruyen la vida, como lobos sedientos de una sangre derramada eternamente inocente. Sí, inocente.
Tras las primeras horas, tras la conmoción, un goteo de cifras que crecía a medida que la evidencia de la catástrofe se cobraba su tributo en muerte y dolor. Todos recordábamos lo que estábamos haciendo aquella mañana, lo que sentimos, lo que vivimos. Muchos corrieron a donar sangre, otros, apesadumbrados por la conmoción y el ‘shock’ se fueron a sus casas. Aquella tarde los metros de Madrid solo tenían un pasajero, su conductor. Luego llegó Ifema, ese gran tanatorio improvisado que envolvió en su atmósfera plúmbea el rosario de coches fúnebres y ataúdes que testimoniaron la crudeza inenarrable del dolor, la tragedia y la muerte. El desconsuelo de familiares y amigos. El silencio que embargó emociones y también lágrimas. Empezó desgraciadamente otra ceremonia y rictus no de duelo, sino de confusión mediática y muchas idas y venidas, con aquél vídeo en una papelera cerca de un tanatorio. Y todo lo que vino después, solo emponzoñó la convivencia, la ‘pax’ política y atisbó la pira de la polarización política de la que somos herederos ahora. Entre hacer creer que había sido ETA, o insinuarlo, incluso hasta aquél sábado en Naciones Unidos, dos días después, hasta estar durante meses y años alimentando teorías conspirativas.
Aquel viernes, apenas 36 horas después de aquella orgía de muerte y destrucción, de ver filas enteras de bolsas con restos mortales, del amasijo inconmensurable que el hierro retorcido golpea el corazón de la vida, decenas de miles de madrileños se lanzaron a las calles. Llovía aquella tarde. El cielo también lloraba. Hubo gritos y tensión. Algunos descargaron contra el gobierno su ira y su rabia. Dos días después las urnas hablaron. Pero esta es otra historia. Como comisiones que no fueron tales, pero que nos regalaron aquel 13 de diciembre el testimonio de Pilar Manjón que nos sobrecogió a todos con la entereza de la madre huérfana de su hija y el poner en su sitio a todo un sistema político. Desde la emoción del dolor que se disipa para las no víctimas, pero jamás para ellas y sus familiares. Han pasado veinte años, pero para ellos el tiempo solo es un accidente en la desmemoria colectiva de toda una sociedad. Para las víctimas y las familias solo es un día más. Un día en ese llanto ya inaudible y sin lágrimas, y donde los políticos harán su foto. Pero no se olvida, jamás.