ABC (Córdoba)

Miércoles Santo, la normalidad desoladora

Las seis cofradías suspenden sus estaciones de penitencia sin dudas en una tarde de lluvia constante y viento

- LUIS MIRANDA

LOS que pisan la ciudad antigua están acostumbra­dos a subir a la escueta acera de la calle Juan de Mesa, y hasta a subir a algunos de los portales si llega un vehículo grande. Quizá piensen que una calle estrecha y sabrosa, que va de una iglesia histórica a una ermita y a una plaza grande, tendría que disfrutars­e en silencio y sin nada que haga pensar en que se vive en el siglo XXI, pero también saben que después quieren disfrutar de la comodidad de este tiempo.

El caso es que por sus piedras viejas, limpias del agua de ese momento, de la del todo el día y de los anteriores, llegaba un coche, y al que pasaba por la calle y tenía que dejarle sitio le parecía una estampa fuera de sitio de pura normalidad, ordinaria de ser tan cotidiana, extraordin­aria por tener el valor de llevar lo de siempre al día que tenía que ser distinto en horas, en ritos, hasta en color de la luz. Esa misma calle tendría que haber estado llena de nazarenos blancos con el cirio en alto, debería llevar mucho tiempo cortada al tráfico y en las aceras no debería notarse el trasiego de cualquier miércoles normal, sino la expectativ­a de quienes saben que tiene que llegar una cofradía a uno de sus sitios mejores. Sucedía que los nazarenos blancos estaban cerca, en la basílica de San Pedro en penumbra. Si había bullas eran de paraguas, de músicos que caminaban al interior de la iglesia, de gente que esperaba a poder entrar aunque todavía faltase.

En días como el de ayer, Miércoles Santo en el calendario y en la liturgia de la Iglesia y en ningún sitio más, lo más triste para muchos no son los pasos quietos, las candelería­s como fotografia­das en el aire denso de oraciones en la penumbra o la sensación de irse a casa a medias de esfuerzo, sino la sensación extraña de normalidad, de haberse equivocado de jornada y de que puede ser cualquier tarde de otoño lluviosa. La normalidad desoladora que ocupa las horas que trucan lo extraordin­ario en normal.

Poco después de las siete de la tarde, lo que no estaba en las cercanías de los templos de Córdoba era el paisaje de una ciudad en la que no estaba pasando nada que no pasara en cualquier día. Los jardines de la Merced estaban cerrados en previsión de fuerte viento y por allí no habría pasado la Paz, y tampoco por Las Tendillas. No vio el Realejo subir al Señor del Calvario, ni el Paseo de los Verdiales al Cristo de la Piedad, y tampoco la plaza de la Trinidad, bañada en agua, contempló llegar al misterio del Perdón, como no se asomó el Cristo de la Misericord­ia a la calle Juan de Mesa. Por primera vez este año, ninguna cofradía salió a la calle.

Quedó la tarde de cualquier día y quedaron los ánimos con el gesto bobo de la resignació­n. Los teléfonos volvían a ofrecer una sucesión de porcentaje­s y probabilid­ades, pero el cielo quiso confirmarl­as todas desde el comienzo, para que nadie tuviese la sensación de que podía haber un hueco.

El Miércoles Santo había amanecido con algo de luz, pero al pasar el mediodía llegó el primero de los chaparrone­s, y fueron todos iguales: más o menos intensos, rápidos y desmoraliz­antes. El viento y la humedad se habían encargado de llevarse los azahares como si hubieran cancelado la primavera. A las cinco de la tarde, cuando los que albergaban alguna esperanza buscaban las iglesias, el cielo de Córdoba estaba cubierto por una manta de color gris que anunciaba agua y desaliento.

Decisiones No hubo esperas ni peticiones de tiempo; las noticias llegaban antes de la hora de salida

Tiempo Hubo colas para venerar a las imágenes, pero por la ciudad el aire triste de muchas calles vacías

Emociones

A las 17.10, la hora en que tenía que haber salido, la junta de gobierno de la hermandad de la Piedad decidió por unanimidad que no saldría a las calles de Córdoba por las malas previsione­s del tiempo y poco después abrió las puertas para que la gente de su barrio y los cofrades de toda la ciudad que la hubieran recibido en las calles se acercase a contemplar la silueta doliente del Cristo y la mirada al cielo de María Santísima de Vida, Dulzura y Esperanza Nuestra. En toda decisión de suspender hay un momento en que se bajan las emociones al lagrimal y a la garganta. Se derrumban quienes podrían haber hecho frente a las tempestade­s y se deja sitio para mostrar la pena por lo que sucede.

Por eso allí y en otros muchos lugares, y era inevitable, había abrazos para consolar, manos que se unían para pasar el trago, ojos que hablaban como no pueden hacerlo las palabras. Esperaba el paso en la iglesia con sus claveles rojos y fuera, en todas partes en Córdoba cundía una tristeza resig

nada. Llovía poco después de las cinco de la tarde, y nunca a cántaros y nunca durante mucho tiempo, pero con la certeza de que no iba a detenerse en ningún momento. El Perdón, que tuvo que haber sido la segunda en salir, suspendió también sin muchas contemplac­iones. Para esas horas ya algunos de los que esperaban en las calles habían oído hablar de la borrasca Nelson y de que se quedaría en Andalucía casi hasta que terminase la Semana Santa. Podían alimentar esperanzas de algún momento en las jornadas siguientes, pero no para el Miércoles Santo a esas alturas.

En la íntima iglesia de San Roque, pero también en el patio de la residencia San Juan de la Cruz, los hermanos se disponían en torno a las imágenes. En la capilla aguardaba el Señor del Perdón, siempre en el gesto de encajar el golpe, y muchos creían que aquel dolor de la bofetada era como el que tenían. Intenso, pero también breve, y ya conocido de otros años. Pesaba en el recuerdo de muchos cómo la cofradía, en 2019, fue la única del día que venció del todo al agua, pero no estaba el Miércoles Santo para eso. Se fijaron otros en las ricas variedades florales, del color morado al vino tinto, que parecían recoger la sangre y el dolor del Señor, con la ya casi tradición de que algunas partes caigan sobre el canasto del paso.

Al lado estaba la Virgen del Rocío y Lágrimas, con la candelería encendida y un llanto que quería fundirse con el de los suyos, porque si las imágenes perviven es entre otras cosas por tomar los sufrimient­os y darles dignidad. La sugestión hacía que los ojos se le vieran más marcados por el sufrimient­o mientras en el exterior repiquetab­a el agua de una lluvia que ahora tiene la amenaza de ser infinita en la ciudad. La flor preciosist­a, esta vez en tonos más claros, también había que admirarla en su palio.

La tercera puerta tuvo que haberse abierto a las cinco y media de la tarde y permanecía cerrada. Por San Zoilo, por Torres Cabrera, por Burell, no había nada parecido a las bullas, sino más bien el trasiego de un día cualquiera en que los que pasan están a lo de todos los días. En una tarde azul no se habría podido entrar en la plaza de Capuchinos a esa hora, pero el aire era plomizo y sin opciones. Y sí, había bastante gente, pero también más holgura que otras veces. Miraban los teléfonos y conocían las dos primeras suspension­es. Esperaba formada la banda de cornetas de la Salud.

No fue la del Miércoles Santo tarde de peticiones de hora ni de experiment­os. Miraban los costaleros por la pequeña puerta de la iglesia y a ratos se asomaba algún nazareno que era incapaz de contener la

tristeza. Lo que tenía que pasar. Cómo engañaba la cabeza al tener delante al Señor de la Humildad y Paciencia e imaginarlo avanzar poderoso, con cambios que no le restan metros y con la impresión de que esperan en las calles. Entre sus flores había calas, y varios tipos de rosas y claveles, pero también crisantemo­s, que se habían resuelto en los tonos más oscuros del rojo llegando al morado. Para muchos quedaría un trago poco agradable al ver a la Virgen de la Paz. No porque no gustara verla, al contrario, sino por pensar en que tanta delideza y dulzura no cruzarían esas tardes las calles vacías. Verla con el palio iluminado desde los adoquines de la plaza no consolaba. Estrenaba, entre otras cosas, los nuevos faldones en un color verde más claro.

El despistado que no supiera nada de qué día era pensaría que quienes estaban en el atrio de San Lorenzo, que eran pocos, se habían refugiado allí de la lluvia, como puede haber pasado tantas veces en días normales. A las seis de la tarde llegaron algunos de los chaparrone­s más fuertes y el viento amenazaba con destrozar los paraguas. Ya no había que preguntar en ninguna parte por lo que iba a pasar. El Calvario rezó el vía crucis en el interior de la iglesia y después abrió las puertas al pueblo.

Canto

Los que entraron en cierto momento pudieron escuchar a la soprano Auxiliador­a Belmonte, hermana de la cofradía, interpreta­r un hermoso ‘Christus factus est’ ante los titulares. Todavía recordaban muchos la procesión extraordin­aria del Señor con banda de música y lo lejos que entonces parecía la desolación de estos días. A sus pies había rosas rojas y especies silvestres, y con la Virgen del Mayor Dolor estaba todo nuevo resuelto en la verticalid­ad de las piñas, de la candelería, de la mirada. Engañaba la luz que entraba por el rosetón de San Lorenzo, porque era clara, y fuera no había más que lluvia y vacío.

Poco después de las siete de la tarde la banda de la Esperanza entró en San Pedro. Allí interpretó, ante las imágenes y los nazarenos, ‘Misericord­ia... Señor’, ‘Lágrimas y Desamparo’ y ‘Saeta Cordobesa’, que cumple 75 años en este 2024 de lluvia y viento. Estaban los pasos resueltos en el clasicismo y por eso el Cristo de la Misericord­ia alzaba su presencia en un monte de claveles rojos, siempre eternos como su silueta entre los faroles. La Virgen de las Lágrimas, con personal tocado, esperaba entre claveles blancos.

Cuando las puertas se abrieron la

calle Juan de Mesa había perdido lo cotidiano y estaba llena de gente, aunque fuera para entrar a la iglesia. La espera de la decisión de la Pasión no era más que para conocer que suspenderí­a, y ni siquiera se hizo esperar a las 20.50, la hora de salida. Por si alguien pensó que podía aprovechar la cercanía a la carrera oficial. Abrieron las puertas y en el interior no lucían más que las velas encendidas de los dos pasos y la túnica de la corona del Señor resplandec­ía.

Los que habrían querido ver a la hermandad en la calle hacían cola para mirar los ojos de la Virgen del Amor, pero al alejarse, ya algo consolados, encontraba­n espacios vacíos por las que acaso hubieran querido pasar en esa noche, cuando el Alcázar Viejo tiene unos aires distintos y el palio es la mejor de las farolas. No quedaban entonces más que calles huecas y húmedas, como cualquier otro día de lluvia.

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 ?? // VALERIO MERINO ?? La Virgen de la Paz, en su paso de palio
// VALERIO MERINO La Virgen de la Paz, en su paso de palio
 ?? // ÁLVARO CARMONA ?? El Cristo de la Misericord­ia y la Virgen de las Lágrimas, en el interior de San Pedro
// ÁLVARO CARMONA El Cristo de la Misericord­ia y la Virgen de las Lágrimas, en el interior de San Pedro
 ?? // RAFAEL CARMONA ?? Nuestra Señora del Mayor Dolor, vista a través de los candelabro­s del Señor del Calvario
// RAFAEL CARMONA Nuestra Señora del Mayor Dolor, vista a través de los candelabro­s del Señor del Calvario
 ?? // VALERIO MERINO ?? Dos hermanas de la Pasión rezan en la iglesia
// VALERIO MERINO Dos hermanas de la Pasión rezan en la iglesia

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