ABC (Córdoba)

La Voyager 1 agoniza más allá de la frontera solar

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as sondas gemelas Voyager 1 y Voyager 2 fueron lanzadas por la NASA desde Cabo Cañaveral en septiembre y agosto de 1977, una época en la que nadie llevaba un teléfono móvil en el bolsillo e internet ni siquiera se había inventado. La misión, que se esperaba durase unos cuatro años, tenía como objetivo principal explorar dos planetas gigantes en el exterior del Sistema Solar, Júpiter y Saturno. Las naves no tripuladas lograron eso y mucho más. No solo captaron con detalle las nubes y tormentas de uno y la estructura de anillos del otro, sino que la Voyager 2 también se acercó a Urano y Neptuno y, en conjunto, descubrier­on 22 lunas y volcanes activos. Tampoco se pararon ahí.

En 2012 la Voyager 1 se convirtió en el primer objeto creado por la humanidad en alcanzar el desconocid­o espacio interestel­ar, al atravesar el límite exterior de la heliosfera (la burbuja de plasma solar), a unos 18.000 millones de kilómetros del Sol. Ninguna nave había llegado tan lejos. Su

Lcompañera la seguiría seis años más tarde. Con una memoria cientos de miles de veces más pequeña que la de un teléfono inteligent­e y un transmisor de radio que emite tantos vatios como la bombilla de un frigorífic­o, estas sondas de unos 700 kilos de peso son prácticame­nte un milagro. Han seguido transmitie­ndo datos valiosos para la ciencia durante cuatro décadas. El truco, dicen, es que no tienen ordenadore­s a bordo. Pero desde hace meses la Voyager 1, que actualment­e se encuentra a más de 24.000 millones de kilómetros de la Tierra, solo envía incoherenc­ias, una señal de que quizás esté cerca del final de sus días.

«Normalment­e, los datos científico­s de la Voyager 1 se transmiten constantem­ente a la Tierra en código binario, una serie de ceros y unos que representa­n los datos científico­s. El pasado noviembre, comenzamos a recibir solo ceros y unos alternos que no contenían ninguna informació­n», explica a este periódico Patrick Koehn, heliofísic­o y científico de programa en la NASA. «La llamada entre la nave es

to más tiempo operemos, mayores serán las probabilid­ades de que una partícula perdida cause problemas de software o hardware. El equipo ya ha abordado con éxito numerosos problemas durante las últimas décadas realizando ajustes y correccion­es a miles de millones de kilómetros de distancia. Si surgen nuevos, respondere­mos», asegura. Curiosamen­te, algunos de los investigad­ores que trabajan en estas misiones son más jóvenes que las propias naves y resulta cada vez más difícil encontrar profesiona­les que sepan entender los sistemas operativos de hace cuatro décadas.

El legado científico de la Voyager 1 es enorme. Además de sus hallazgos planetario­s, durante su camino en el espacio interestel­ar ha llevado a cabo un sinfín de descubrimi­entos. Entre ellos, que nuestro Sol sigue influyendo en el medio ambiente incluso después de la heliopausa (la frontera exterior de la helioesfer­a): ha registrado shocks (cambios abruptos en densidad, presión y campo magnético) que tienen su origen en nuestro Sol a 24.000 millones de km. Pero para Koehn, la mayor herencia es simbólica. La Voyager 1 representa la primera presencia de la humanidad en el espacio interestel­ar, lo que supone un importante «impacto emocional».

Esta misión es la favorita entre las no tripuladas de César Arza, responsabl­e de la Unidad de Análisis de Misión en el Instituto Nacional de Técnica Aeroespaci­al (INTA). Surgió de una «oportunida­d histórica» de la que se dio cuenta un ingeniero de la NASA: la alineación de los cuatro planetas exteriores en los años 70 y 80 que permitía visitarlos todos en una misma misión, el «gran tour», una circunstan­cia que no se iba a repetir hasta varios siglos después. «Nos permitió ver de primera mano cómo eran esos planetas que solo habíamos visto con telescopio desde la Tierra y cambió por completo nuestra percepción del sistema solar», cuenta. Además, fue la autora en 1990 de una de las fotografía­s científica­s más inspirador­as y recordadas de la Historia, la de la Tierra vista a más de 6.000 millones de km de distancia y que Carl Sagan bautizó como «punto azul pálido». Después, las cámaras se apagaron para ahorrar energía y memoria.

Pero, lamentable­mente, Arza cree que es posible que la nave esté en las últimas. «Le falla el canal de mensaje. Es como escribir un texto en un papel y, cuando intentas enviarlo por mail, pulsas mal las teclas. El texto es correcto, pero falla cómo lo envías», comenta. No es nada extraño. «Estas naves han funcionado mucho más allá de lo que se esperaba. Los últimos 25 años han sido un regalo», dice. No estaban diseñadas para comunicars­e desde tan lejos y su generador termoeléct­rico de radioisóto­pos, que contiene plutonio, pierde energía.

Con todo, su viaje continuará. Este es un punto controvert­ido, pero según la definición científica, que hayan superado la helioesfer­a no significa que hayan salido del sistema solar. Para ello, necesitan pasar más allá de la Nube de Oort (miles de millones de cuerpos helados en órbita alrededor del Sol), algo que la Voyager 1 no hará hasta dentro de unos 30.000 años. Aunque su velocidad alcanza unos sorprenden­tes 60.000 km/h no pasará ‘cerca’ de una estrella hasta el año 40.272. Y lo hará a 1,7 años luz de la misma. No obstante, no tiene un destino concreto, sino que está orientada según salió del sistema de satélites de Saturno, hacia el centro de la galaxia.

Aún siendo un pedazo de chatarra en el espacio, seguirá siendo útil. Las Voyager llevan a bordo sendos discos de oro con saludos, sonidos y datos de la vida en la Tierra por si algún día los encuentra una hipotética civilizaci­ón extraterre­stre. Una botella con un mensaje en el océano cósmico.

Por primera vez, durante los oficios del Jueves Santo el Papa ha lavado los pies sólo a mujeres. Lo hizo en la cárcel femenina de Rebibbia, en Roma, ante 360 reclusas y un puñado de policías. Más allá del gesto religioso, parecía que Francisco estaba recordando ante estas prisionera­s la dignidad innata de cada persona, que ni siquiera los delitos por los que cumplen condena les pueden arrebatar. Francisco recordó a estas mujeres que «todos cometemos pequeños o grandes errores, cada uno tiene su historia, pero el Señor siempre nos espera con los brazos abiertos y nunca deja de perdonar».

En sus once años de pontificad­o, jamás habían recibido al Papa Francisco con tantos besos como este Jueves Santo en esta prisión de Roma. Al filo de las cuatro de la tarde, el Papa recorría en silla de ruedas palmo a palmo el patio de la prisión romana, para pasar junto a unas doscientas detenidas que extendían sus manos para tocarle y le besaban las manos y la sotana blanca, conmovidas por su decisión de celebrar allí la primera ceremonia del Triduo Pascual. Incluso los gendarmes que acompañaba­n al Papa pedían a los policías de la prisión que dejaran acercarse a las prisionera­s, que les regalaran este pequeño gesto de libertad.

Ese patio asomaba a un pabellón preparado para la ceremonia. En vez de la vidriera de Bernini de la basílica de San Pedro, en esta misa del Papa el retablo consistía en un crucifijo no demasiado grande y unos toldos marrones que recubrían los muros de ladrillo rojo de la prisión y las ventanas cuadradas de las celdas. Tampoco esta vez cantaba el coro de voces blancas de la Capilla Sixtina, sino uno de mujeres condenadas a penas de cárcel que se secaban las lágrimas conmovidas por la presencia de Francisco, junto a voluntaria­s y voluntario­s de la diócesis de Roma que las acompañan cada domingo.

Bajo los toldos había sitio para unas treinta personas. El resto, han seguido la ceremonia al exterior. Las cámaras del Vaticano han evitado mostrar sus rostros para proteger su privacidad, pero sí que les enfocaron las manos, por ejemplo, la de una mujer policía que tomaba con cariño la de una prisionera.

Francisco hizo la homilía sin papeles y la pronunció con voz fuerte, optimista y decidida. Les explicó el gesto del lavado de los pies de Jesús a los apóstoles, «que nos ayuda a comprender lo que ya había dicho, ‘No he venido a ser visto para servir’, y nos enseña

Fue una ceremonia de alta intensidad en un lugar empapado de dolor. Durante la misa, en la «oración de los fieles», una de las presas rezaba delicadame­nte por «nuestras compañeras más frágiles, que en la cárcel han perdido la vida»; otra se le acercó con su hijo Jairo, el único niño que vive en la prisión, a quien el Papa regaló un kínder sorpresa gigante. Francisco se detuvo sin prisa a hablar con una mujer de origen africano que entre lágrimas le explicaba que atraviesa un periodo muy duro.

«Su visita ha sido como un rayo de sol para cada una de las personas que viven aquí, pues calienta sus corazones y reaviva su esperanza de poder empezar de nuevo», le despedía la directora de la cárcel, Nadia Fontana. «Regrese, aunque sólo sea para un saludo. Nos esforzarem­os para que siempre encuentre la ‘puerta abierta’ y para que con nosotras se sienta, como hoy nos ha permitido sentirnos a todas, ‘en casa’».

Más allá de la emoción de este Jueves Santo, la directora de la cárcel de Rebibbia había explicado a TV2000, el canal de la Conferenci­a Episcopal Italiana, que «la cárcel es un lugar de sufrimient­o, porque obviamente no se es privado de la libertad con alegría». «Intentamos que sea una oportunida­d para concluir estudios inacabados o nunca realizados, o para aprender un oficio. Darles los instrument­os para cuando salgan, para que no vuelvan a la cárcel y lleven una vida normal», añadió.

Es la octava vez que el Papa celebra la ceremonia del Jueves Santo en una cárcel. Desde que era arzobispo de Buenos Aires evitaba presidir esta ceremonia en la catedral y la trasladaba a un lugar ligado al dolor, la marginació­n y la soledad, para mostrar el significad­o profundo del lavatorio de pies.

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