El odio como principio activo
Es inevitable que un populista se ponga en guardia en cuanto ve un uniforme. Inmediatamente, al podemita en cuestión se le amorata la cara y ante sus ojos quien lleva puesta la gorra de plato (o el tricornio) es sospechoso de algo o recibe su reprobación, bien en el formato desprecio absoluto, bien encapsulada en un insulto tan feo como mentiroso. Acude a la actualidad, como prueba del nueve de patología política tan sectaria, la concejal Rommy Arce, que tiene tanta inquina a la Policía Municipal de Madrid que arremetió contra los agentes del cuerpo –servidores del ayuntamiento que ella gobierna– cuando un mantero murió de un infarto. La andanada le ha costado a la edil carmenita ser imputada por injurias y calumnias.
Le acompaña en esa collera del rencor Ada Colau, que acaba de apear del callejero al almirante Cervera, héroe de la guerra de Cuba, por «facha» para colocar en su lugar al actor Rubianes, aquel que se hacía de vientre en «la p... España» ante las risotadas del presentador de TV3, la tele preferida de todo golpista. A Colau pídanle insultos, escraches, abominación o inquina mitocondrial (de esa que respira por sus células) a todo aquel que muestre su patriotismo español, pero no le reclamen una miaja de culturilla general: Cervera murió en 1909, antes de la irrupción de fascismo alguno en Europa. Cuando el odio es el principio activo de una persona se apagan todas las luces.