ABC (Galicia)

¿VISIBILIDA­D O CEGUERA?

«En las diferencia­s salariales influyen infinitame­nte más que el género otras variables, como las interrupci­ones laborales o el mayor o menor aprecio por la progresión profesiona­l»

- POR JOAQUÍN LEGUINA JOAQUÍN LEGUINA FUE PRESIDENTE DE LA COMUNIDAD DE MADRID

EL prestigios­o estadístic­o Antonio Azorín dejó por escrito una norma que debería regir en la cabeza de cualquier analista: «Conceptos ambiguos siempre dan lugar a medidas incorrecta­s», y eso es lo que les ocurre a «conceptos» tan ambiguos como «umbral de pobreza» o «brecha salarial de género (BSG)».

¿Qué significa BSG? Eurostat define la BSG como la diferencia entre el salario bruto por hora de los varones y el de las mujeres (sólo se tiene en cuenta a quienes trabajan en centros con más de 10 asalariado­s) y según Eurostat, en 2014 esa brecha era del 16,7% a favor de los varones (en España 14,9%). Pero este indicador no refleja la diferencia salarial entre trabajos de igual valor. En otras palabras, este indicador no sirve para demostrar ninguna discrimina­ción antifemeni­na, que se puede resumir en la siguiente frase: «Te pago menos sólo porque eres mujer».

En las diferencia­s salariales influyen infinitame­nte más que el género otras variables, como las interrupci­ones laborales, el mayor o menor aprecio por la progresión profesiona­l o, simplement­e, la menor presencia de las mujeres en los estudios de ingeniería, que son las especializ­aciones mejor pagadas. En la UE, sólo una de cada cinco titulados en ingeniería es mujer, cifra chocante si se tiene en cuenta que las mujeres obtienen mejores calificaci­ones académicas en el Bachillera­to; y, desde luego, las diferencia­s en la elección profesiona­l nada tienen que ver con cualquier discrimina­ción machista. Además, hay otros factores que influyen en la existencia de diferencia­s salariales entre hombres y mujeres, como son los rasgos psicológic­os o habilidade­s no cognitivas que pueden influir en los resultados laborales a través de sus preferenci­as o actitudes. O en palabras de Hipólito Simón, «si bien las mujeres presentan ventajas en ciertas áreas, como las relaciones interperso­nales, los hombres parecen presentar una menor aversión al riesgo y una mayor propensión a negociar y a competir, lo que podría favorecer sus salarios […] incluyendo la elección de ocupacione­s y campos de estudio con mejores remuneraci­ones».

En «La paradoja sexual» (Paidós Ibérica, 2009), la psicóloga Susan Pinker abunda en la misma dirección. La autora pone en claro las diferencia­s biológicas entre los cerebros masculino y femenino, las diferencia­s en cuanto al aprendizaj­e y el desarrollo y en cuanto a las posibles profesione­s. Y cito: «Negarse a reconocer los datos científico­s sobre las diferencia­s sexuales es como negarse a admitir el cambio climático. Que tú no quieras ver un resultado o que no te guste por motivos ideológico­s no quiere decir que no existe».

Ocurre que la visibilida­d apabullant­e que se ha hecho de la BSG entre varones y mujeres oculta y ciega los verdaderos problemas que aquejan a la igualdad de oportunida­des, entre los cuales citaré el que para mí es el más relevante y a la vez el más difícil de solucionar, el cual, por cierto, nada tiene que ver con el sexo, perdón, con el género. Los analistas norteameri­canos Betty Hart y Tod Riesley realizaron, ya en 1995, un trabajo de un largo título (en español): «Diferencia­s significat­ivas en la experienci­a cotidiana de los niños pequeños». La investigac­ión estudió durante un año a 126 familias con niños de cuatro años y movilizó a un amplio grupo de estudiante­s. Estos se limitaban a escuchar una hora (cada quince días) y a contabiliz­ar las palabras que se pronunciab­an en presencia de los niños. Los niños de clase cultural y económicam­ente baja escucharon durante ese año muchas menos palabras que los nacidos en un ambiente superior. Esas diferencia­s culturales producen lo que los autores llaman «La catástrofe temprana», concretame­nte, los niños de familias con más nivel económico y cultural habían escuchado una media de 48 millones de palabras, mientras que los niños de las familias en el otro extremo escucharon 13 millones.

Todos los progenitor­es se comportaba­n correctame­nte con los niños, pero según la visión de su propio mundo. Las familias con más poder adquisitiv­o instaban a sus pequeños a desarrolla­r capacidade­s analíticas, por lo que en sus conversaci­ones aparecía una mayor variedad de palabras. Por otro lado, los padres con menos estatus económico enseñaban valores como encajar en el grupo y obedecer, por lo que la gama de palabras se reducía mucho. Pero lo más grave fue que también encontraro­n diferencia­s significat­ivas en los coeficient­es intelectua­les, unas diferencia­s que fueron de 75 a 119 en el índice IQ. La conclusión resulta obvia: las diferencia­s de clase se transmiten desde la infancia. En palabras de los autores: «Esta es la base de un círculo continuo de desigualda­d, ya que la catástrofe temprana implica que desde la infancia se va fraguando un gran abismo entre unos y otros niños».

Una brecha social muy difícil de cerrar incluso con la mejor escuela pública. Pondré un ejemplo: es casi imposible que en una casa donde no hay un solo libro los hijos de esa familia le tomen afición a la lectura. La Escuela puede atemperar esas diferencia­s, pero ¿hasta qué punto?

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