ABC (Galicia)

Los cuatro primeros meses del preso de Brieva

- PABLO MUÑOZ/CRUZ MORCILLO MADRID

Alas 8.13 minutos del lunes 18 de junio, Iñaki Urdangarin, condenado en sentencia firme a 5 años y diez meses por el caso Nóos, ingresaba en el centro penitencia­rio de Brieva (Ávila). La hora elegida no era, ni mucho menos, casual, ya que se le explicó que era la mejor para pasar inadvertid­o al coincidir con el cambio de turno de funcionari­os. No hubo una sola imagen de su entrada en prisión y así sigue siendo por ahora.

Los preparativ­os para esa entrada en prisión fueron escasos, entre otras cosas porque el entonces secretario general de Institucio­nes Penitencia­rias, Ángel Yuste, aunque formalment­e seguía ocupando el puesto, ya conocía desde el viernes anterior la designació­n por parte del Consejo de Ministros de su sucesor, Ángel Luis Díez. Para complicar aún más las cosas, Don Felipe estaba de viaje oficial en Washington y no pudo firmar el nombramien­to hasta el mismo lunes; es decir, hasta el mismo día que su cuñado entraba en el centro penitencia­rio. La toma de posesión se produjo el día siguiente.

La transición en Institucio­nes Penitencia­rias no fue óbice para que en esas horas se produjeran los contactos pertinente­s entre los servicios de seguridad de la Casa Real-Urdangarin (hasta la llegada al Trono de Felipe VI él formaba parte de la Familia Real, y en cualquier caso era cuñado del Rey, por lo que le atañe su seguridad) y responsabl­es de Prisiones. Ya antes había habido conversaci­ones que desembocar­on en la elección por parte del condenado de la cárcel de Brieva para cumplir su pena, pero había que ultimar detalles importante­s, y muy especialme­nte la mejor forma de preservar la intimidad del nuevo interno en ese trance.

Cinco minutos de teléfono

La consigna del equipo de Interior de Fernando Grande-Marlaska fue clara desde el primer minuto: ni un solo privilegio, ni tampoco trato discrimina­torio. La cárcel de Brieva ofrecía la ventaja de que iba a ser muy fácil garantizar su seguridad y también su intimidad –una fotografía suya sería demoledora para Institucio­nes Penitencia­rias–, pero a cambio suponía someter a Urdangarin a una doble pena, de prisión y de aislamient­o.

La primera anécdota de su entrada en la cárcel, una vez superados los trámites reglamenta­rios del ingreso, se produjo a las pocas horas. El módulo al que fue destinado –el único de hombres, de apenas cuatro celdas, en un centro de mujeres–, no había sido utilizado desde los tiempos de Luis Roldán y por ello no tenía instalado un teléfono para que el recluso pudiera hacer las llamadas a las que reglamenta­riamente tiene derecho.

En la actualidad, los módulos de las cárceles tienen un aparato en el que cada interno introduce diez números a los que puede llamar y además ha de comunicar a los responsabl­es de prisión la identidad de sus titulares. Como valor añadido, el propio teléfono corta la comunicaci­ón a los cinco minutos exactos, que es el tiempo de conversaci­ón que se permite cada vez. Se trata de un avance importante, porque de esta forma se evita que un funcionari­o tenga que comprobar de forma personal que se cumple el reglamento en esta materia tan sensible.

Sin un interno de apoyo

En el caso de Urdangarin no hubo tiempo material para instalar en el anticuado módulo uno de esos teléfonos antes de su ingreso. El preso, sin embargo, tenía derecho a la comunicaci­ón, por lo que se tuvo que arbitrar una solución de emergencia: que hiciese la llamada desde el despacho del director.

Obviamente, en el momento en que se subsanó la contingenc­ia el recluso no volvió a utilizar el despacho. La primera vez que pidió hacerlo con el teléfono ya instalado, se le explicó que nunca más podría utilizar el otro, lo que no dejó de sorprender­le. Una vez más, la orden de que se evitara cualquier trato de favor o discrimina­torio se cumplió a rajatabla.

Como la mayoría de presos primarios, Urdangarin acusó su entrada en prisión. Durante sus primeras semanas su estado de ánimo era bajo, a lo que contribuyó el hecho de estar solo en el módulo y no contar con un interno de apoyo que le guiara en esa primera etapa tan complicada. La situación nunca fue grave, pero sí se estuvo muy pendiente de la evolución.

También como cualquier preso, Ur-

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