Sachsenhausen: hambre, palizas, suciedad, humillación, muerte… Como Puigdemont en Waterloo. Mismamente
CRUZÓ la frontera de Port-Bou cuando tenía 9 años: ella, su madre y nada. La permitieron retornar a España a los casi cincuenta. Pero el exilio había sellado su carácter. Y no para mal: el exiliado aprende a ponerse en el lugar del otro; es su tesoro moral. Y ve el ridículo que se enmascara tras las identidades: el ridículo, cuando no la infamia. El recuerdo de la que fue la abuela de mis hijas me golpea al escuchar la obscenidad de ese inválido moral en funciones vicepresidenciales: la misma categoría, «exiliado», acogería –según él– por igual a los de 1939 y a Puigdemont; a las pobres gentes de vidas destrozadas por una huida hacia la noche y la niebla, y al histrión que, en Waterloo, persevera en la opulencia con cargo al erario público.
¿Hay algo de común entre los expatriados del 39 y el palaciego de Waterloo? Seamos objetivos. Sí, hay algo: la condición de humano. Pero la condición de humano puede ser admirable o bien odiosa. ¿Tienen algo en común Adolf Hitler y San Juan de la Cruz? Sí: fueron hombres. Y es eso común lo que permite llamar a un poeta «poeta» y a un canalla «canalla». Sin ese algo común, ningún juicio moral sería posible. Si Puigdemont fuera, por ejemplo, un adoquín, nadie vendría a exigir su comparecencia ante los tribunales. Si Hitler hubiera sido un guijarro, no nos horrorizaría. Repugna aquel que insulta lo que de noble pudiera haber en nuestra especie.
En el París de los setenta pude tratar a muchos de los que hubieron de tejer su vida en el exilio. Pasaron por campos de acogida francesa, primero. De allí, a una vida de rigurosa miseria, los que tuvieron suerte. Los que no la tuvieron, fueron transferidos por Vichy a cárceles franquistas o a campos de concentración nazis. Esos exiliados nuclearon los primeros focos de la Resistencia: no pocos acabaron detenidos, torturados, gaseados. Su coraje fue suicida. Y admirable. Puigdemont es su antónimo: el cobarde. El dirigente que lleva a los suyos hasta la cárcel y huye. Y se atrinchera en su confort. Se sabe casta superior. Todos están obligados a reverenciar su arbitrio.
En 1941, un poeta que huye de la Francia ocupada escribe en Nueva York el más grandioso poema francés del siglo XX. Se llama Exilio. Gira en torno a la experiencia del hombre que se abraza –no sabe por cuánto tiempo– a la vida precaria de quien nada tiene. Va a pasar la frontera. El aduanero pregunta: ¿Dónde vivirá usted? Responde «Habitaré mi nombre». Nada más que eso: el nombre que yo elija.
El 20 de febrero de 1943, Largo Caballero es trasladado al campo de concentración de Sachsenhausen. Terminan cuatro años de combate judicial en Francia. El ex primer ministro español, ahora simple exiliado, ha luchado por su libertad. Y ha perdido. Es un paria más en el barracón: hambre, palizas, suciedad, humillación, muerte… Como Puigdemont en Waterloo. Mismamente.