La vuelta de la tortilla
En vísperas del juramento capitolino de Joe Biden y a río revuelto, el portavoz del Kremlin llegó a asegurar que Estados Unidos «tiene problemas con la democracia», y el pasado miércoles fue Nicolás Maduro, otro reputado y fino observador internacional, el que se colgó la medalla del fracaso electoral, judicial e incluso zoológico –por lo del bisonte que entró en el Congreso– de Donald Trump. «Se fue, lo derrotamos, es victoria de Venezuela», grita el caudillo chavista, experto en estándares electorales y mayorías holgadas. A la alegría que los enemigos del mundo libre manifiestan estos días por el convulso relevo en la Casa Blanca se suma una mayoría global de progreso que ha hecho de Biden la representación de su desquite emocional y el signo de una nueva era de Acuario, con epicentro en Washington.
Resultado de un descarte y encarnación del mal menor para el electorado demócrata, antes movilizado contra Trump que a favor de su propio candidato, Biden no ha tardado en olvidar el tono conciliador de su discurso inaugural para firmar un cerro de carpetas que simbolizan, una encima de otra, la demolición simbólica –más o menos lo que dice que va a hacer Pablo Casado con la «ley Celaá» nada más llegar al Gobierno– del legado de su predecesor en el cargo y del programa que el pasado noviembre secundó la friolera de 74 millones de votantes estadounidenses. Lo mismo que hizo Trump con su firma superlativa –satisfacer a golpe de orden ejecutiva las obsesiones y los delirios sectarios de sus votantes– lo repite Biden a la inversa para que la fractura norteamericana se perpetúe, sin la pedagogía balsámica que necesita una nación cuyas dos mitades se alternan como agraviadas, sin solución de continuidad y para satisfacción de los observadores internacionales.