ABC (Galicia)

AQUÍ NO DIMITE NI EL TATO

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Me cuentan espías paraguayos de solvencia acreditada que en el Consejo de Ministros de hace un par de semanas pasaron algunas cosas insólitas. En plena discusión sobre las pensiones, durante el forcejeo con el ministro Escrivá, Yolanda Díaz se levantó de su asiento con cajas destemplad­as y abandonó la reunión dando un sonoro portazo. Supongo que los gestos, por airados que sean, no forman parte –estricto sensu– de las deliberaci­ones del Consejo y quedan exentos de la promesa de guardar secreto que formalizan solemnemen­te los miembros del gabinete cuando toman posesión de sus cargos. Así que la anécdota no forma parte de ningún tráfico de informació­n ilegal. Aunque la verdad es que tampoco añade gran cosa desde el punto de vista de la sustancia informativ­a. Que el Gobierno es una jaula de grillos lo sabe todo el mundo, y que las relaciones entre el sector podemita y el calviñista son propias de tutsis y hutus también es una metáfora de dominio público. No hay día que esa rivalidad no deje algún rastro más o menos sanguinari­o en las crónicas periodísti­cas.

Horas después del encontrona­zo de referencia se extendió el rumor de que el ministro Escrivá estaba pensando en dimitir. Apariencia­s aparte, tampoco hay mucha chicha detrás de ese chisme. ¿Cuántas veces hemos oído o leído cosas parecidas de la predisposi­ción dimisionar­ia de Nadia Calviño? Es posible que algún fogonazo de dignidad personal haya iluminado momentánea­mente la ocurrencia de algún ministro de mandar al traste el coche oficial, pero salta a la vista que esa luz, intensa y efímera, es más propia de una bengala que de un ataque de conciencia. Aquí no dimite ni el Tato. Amagos puede haber muchos, pero hechos consumados, ninguno. Con Solbes

José Luis Escrivá

pasaba lo mismo. Guardián de la ortodoxia económica durante la etapa zapateril más descerebra­da, de vez en cuando torcía el gesto para salvar su responsabi­lidad de cara al público. Una actitud doblemente miserable: insolidari­a con la acción colegiada del Gobierno y farisaica con la opinión pública que debía juzgarle. Cuando el PSOE perdió las elecciones escribió un libro y nos contó con pelos y señales todos los sapos que tuvo que tragarse durante esa época de inmolación personal al servicio del bienestar comunitari­o. Pobrecito. Pincho de tortilla y caña a que con Calviño y Escrivá pasará algo parecido. Cobrarán derechos de autor por contarnos la magnitud de sus enormes sacrificio­s.

Esta irrupción en la actualidad del verbo dimitir, el más intransiti­vo de la política española, coincide con el cuadragési­mo aniversari­o de la dimisión de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Ocurrió el 29 de enero de 1981. Por entonces yo era el joven director –el más joven de España, para mortificac­ión de Pedro J. Ramírez– de un periódico que todavía fundía las tejas de la rotativa en una estufa de leña. A pesar de aquella tecnología antediluvi­ana, y movido por mi juvenil entusiasmo periodísti­co, me propuse confirmar la noticia antes que nadie (el rumor era insistente desde la noche anterior) y sacar a la calle, aunque fuera a pedales, una edición especial. Conseguí las dos cosas. Llamé por teléfono al Palacio de La Moncloa y conseguí hablar con Amparo Illana. «Sí, es verdad –me dijo–. Mi marido ha presentado la dimisión porque piensa que es lo mejor para España y para el partido». En aquel momento aquella escueta reflexión sonaba a lógica cartesiana: cercado por los barones de UCD, sin apoyos suficiente­s para llevar a cabo la política que considerab­a correcta, Suárez entendía que lo mejor para todos –aunque no para él, porque su ambición política seguía intacta– era quitarse de en medio y cederle los trastos a un conmilitón con menos enemigos internos.

Cuarenta años después, sin embargo, el razonamien­to de la mujer de Suárez ya suena a precepto rancio. Que hoy en día un conflicto de intereses entre el bien común y el beneficio privado pudiera acabar provocando la dimisión de un capitoste del Gobierno sería una extravagan­cia insólita. Casi una rareza psiquiátri­ca. Lo peor de los políticos actuales no es que se quieran cargar la Transición, es que nunca han entendido las conductas que la hicieron posible.

Extravagan­cia Que un conflicto de intereses entre el bien común y el beneficio privado acabe en dimisión sería hoy una extravagan­cia

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