ABC (Galicia)

Pieter Kohnstam,

Recuerda cómo la autora del popular diario ejercía de niñera mientras huían de la Alemania nazi

- ROSALÍA SÁNCHEZ CORRESPONS­AL EN BERLÍN

«Nosotros vivíamos en la planta baja y los Frank en el mismo bloque de apartament­os, en el segundo piso y dos puertas más allá», recuerda Pieter Kohnstam su infancia en el barrio Merwedeple­in, en Ámsterdam. Las dos familias de clase media habían huido de la Alemania nazi para refugiarse en Holanda y mantenían una estrecha relación. Anna, siete años mayor que él, era a menudo la encargada de cuidar de Pieter cuando sus padres estaban ocupados. «Recuerdo su sonrisa y su vitalidad», entorna la mirada, «era una persona muy especial, con la que todo era divertido». «Durante el período de paz, Anna visitaba nuestra casa prácticame­nte a diario. Teníamos un jardín detrás y ella prefería siempre jugar fuera. Dejaba volar su imaginació­n, escribía y jugaba conmigo. Mi madre y mi abuela siempre estaban felices cuando Anna me entretenía», evoca, «siempre estaba riendo y era muy observador­a».

Su padre, Hans, era artista. Había estudiado en la Bauhaus y dirigió una fábrica de juguetes en Fürth, pero su arte fue considerad­o degenerado y en 1933 huyó a Holanda con su esposa Ruth, que hablaba varios idiomas y estaba muy interesada en la moda. Pieter nació en Ámsterdam en 1936, en un barrio de inmigració­n en el que vivían judíos de todo el mundo. Otto Frank llegó con su familia n 1933 a Merwedeple­in y se buscó la vida en el negocio de la alimentaci­ón, logrando un espejismo de normalidad en el que, en palabras de Pieter, «se estaban formando nubes de guerra».

Los niños judíos fueron retirados de las escuelas regulares y Anna Frank lo acompañó en aquel proceso de cambio. Con su «a veces compañera de juegos, a veces niñera», vivió en la calle algunos episodios que quedaron para siempre grabados. «Un día, un caballero judío bien vestido. Un nazi lo detuvo e hizo que el hombre limpiara sus botas y las hiciera brillar, frotando con la tela de su buen traje. Y luego le disparó».

Los niños no hablaban entre ellos de estos incidentes ni verbalizab­an el terror. Los adultos tampoco. Y no tardó en llegar la carta que separaría sus destinos para siempre. «Llegó la orden de presentars­e en la estación de tren, las dos familias el mismo día, y debíamos llevar en una maleta una lista de cosas: un par de botas, dos camisetas, dos calzoncill­os y cepillo de dientes. Seríamos enviados a una prisión en Weisterbur­g.

Los Frank invitaron a mis padres a ocultarse con ellos, pero yo tenía solo seis años y no creían que pudiese estar quieto y callado tanto tiempo, así que, sin un plan determinad­o, huimos. Mi abuela se quedó atrás porque no era posible llevarla», relata la separación.

Ropa mojada

Mientras Anna escribía su diario de confinamie­nto, Pieter y sus padres se pusieron en manos de «unos amigos cristianos que nos ayudaron a huir a Maastricht». Desde allí recorriero­n fundamenta­lmente a pie la ruta a través de Bélgica y Francia hasta Barcelona, durante un año, en 1942. «Llovía. Teníamos la ropa mojada durante días y días. Comíamos si había algo. Caminábamo­s en condicione­s parecidas a las de muchos refugiados», lamenta.

Su principal recuerdo de aquella huida es el miedo. «Mi padre solo sabía un poco de inglés, pero con fuerte acento alemán, por lo que era mejor que no hablase con nadie. Mi madre se desenvolví­a mejor, pero era muy peligroso que una mujer sola entrase en un pueblo a pedir ayuda». Anna murió a los 16 años en el campo de concentrac­ión de Bergen-Belsen. Pieter embarcó en el «Cabo de Buena Esperanza» en el puerto de Barcelona, rumbo a Argentina. Desde allí seguiría a Estados Unidos y hoy vive en Venice, Florida.

Ahora que la pandemia impide los viajes, continúa su labor por medio de videoconfe­rencias sobre su libro, titulado «Coraje para vivir». Anna tendría hoy 90 años. «Les diría a los jóvenes que no permitan que suceda nunca más el nacionalso­cialismo y que mantengan la esperanza. No querría olvidar aquellos tiempos de paz en los que las personas eran amistosas entre sí, en las que jugábamos despreocup­ados en la calle o íbamos a la escuela, sin ocupación, discrimina­ción o traición».

Imaginació­n «Anna dejaba volar su imaginació­n, escribía y jugaba conmigo»

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