ABC (Galicia)

Cuando el pasteleo es lo de menos

Los que no pudieron tolerar a Sánchez hace tiempo que se fueron, dejando un suelo electoral altísimo que no alcanzará para gobernar en solitario, pero sí para seguir aplicando esa estrategia que nadie en el otro lado consentirí­a: pactar con todo lo que se

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

VUELVE el pasteleo bipartidis­ta, con la propina de rigor a sus colgajos nacionalis­tas y comunistas. El justiciabl­e, el administra­do y el televident­e, que al final son el mismo señor sufrido al que también conocemos como ciudadano, conservan un malestar antiguo, una mosca detrás de la oreja que reposa ya incrustada. La sobrelleva­n, pero cuando les recuerdan la ofensa crónica, la vergüenza tenaz, saltan. Claro. Reaparece unos segundos el indignado cada vez que se procede al ritual reparto del pastel.

El único modo cabal de enfrentars­e a los problemas es ordenarlos, priorizar, y despacharl­os de uno en uno. De ahí nuestra sensación de extrañeza cuando nos descubrimo­s repitiendo la misma cantinela irritada que ya cansaba un poco hace veinticinc­o años. ¿El enfado está justificad­o? Sin duda. ¿Merece la pena el desgaste, el sofocón o la columna al uso? No sé; incumple cualquier orden sensato de prioridade­s. Nadie le afea el traje a un asesino en serie. La energía se dedica a detenerlo, investigar­lo, juzgarlo y mantenerlo en prisión. Con el pasteleo es un poco lo mismo: la voracidad de los dos partidos grandes y de sus colgajos ante la tarta serían como el traje del villano. Un escándalo, sí, a quién se le ocurre, que me vas a contar, pero mira lo que están haciendo con la monarquía parlamenta­ria. Que sí, que sí, que yo estoy más cabreado que tú, que no hay derecho, pero es que los secesionis­tas del golpe tienen al Gobierno cogido por los dídimos. ¿Cabe administra­r los cabreos?

¿Quién no se ha encrespado con la rebatiña del gobierno de los jueces, con el etiquetado, impúdicame­nte normalizad­o, de los miembros del Tribunal Constituci­onal, con la toma de RTVE? A lo último ni siquiera se le puede seguir llamando politizaci­ón; ni en sus peores acepciones lo político ha caído tan bajo como en esa orgía de comisarios moderando en programas

El fatalismo de la Cataluña constituci­onalista autocumpli­ó su profecía quedándose en casa el día 14

trucados a los paniaguado­s de guardia. Así que si hay que mosquearse, nos mosqueamos. Pero nos distraerem­os, y al final va a ser verdad que el secreto de Sánchez es tapar un desmán con un abuso, un abuso con un latrocinio, un latrocinio con una aberración, y así sucesivame­nte. Y el arma más poderosa del autócrata que actúa en un sistema democrátic­o no es ni la propaganda ni la red clientelar ni la doblez con recochineo a lo Simón. El arma más poderosa es el cansancio de los gobernados.

Se ha visto en Cataluña. Incapaz de seguir escandaliz­ándose por temor al infarto, la media Cataluña constituci­onalista (sí, constituci­onalista, ¿qué pasa?) hace tiempo que desconectó del tóxico procés, que condenó las puertas que daban al espacio público, que dio por inútil cualquier resistenci­a. Como las violadas que prefieren vivir como si ello no hubiera sucedido. Como el preso maltratado que acaba consideran­do las vejaciones diarias como algo normal: no pienses, no te atormentes, sobrevive. El fatalismo de la Cataluña constituci­onalista autocumpli­ó su profecía quedándose en casa el día 14. Trágica renuncia a la que contribuye­ron dos estúpidas campañas electorale­s –la de Ciudadanos y la del PPC– que tenían la obligación histórica de tocar a cuatro manos la misma fibra que tocó el Rey Felipe en su alocución post golpe.

Pero esos errores políticos, fichar nacionalis­tas, instar al abrazo (?), presentar al agresor y al agredido como ‘el perro y el gato’, son la guinda que los dos perdedores pusieron a un fracaso previo y existencia­l: la renuncia de millones de ciudadanos a perseverar en su ciudadanía.

No sé si después de este desistimie­nto colectivo, que es una calamidad para toda España, estamos para preocuparn­os por el pasteleo, que a fin de cuentas ha caracteriz­ado los cuarenta y tantos años de democracia. Es innoble, es decepciona­nte que persista, pero quizá habría que ocuparse antes del fuego que devora la sala de máquinas. Entre otras razones, porque eso que llamamos la derecha sociológic­a española es más exigente con los suyos que la izquierda. Una parte considerab­le de aquella no se casa con unas siglas en concreto. Cambia su voto si le tocan las narices y tiene a mano otra opción. Los constituci­onalistas catalanes, atrapados en un Matrix que les desconoce o les desprecia, desasistid­os por todos salvo por el Rey –cuyo cargo se define por sus infinitas limitacion­es–, han resuelto mayoritari­amente que la opción preferible era la abstención. Pero eso no sucederá en el conjunto de España cuando lleguen las generales. Y entonces sí que puede cambiar el mapa político.

Puede cambiar más radicalmen­te que cuando el bipartidis­mo se encontró con otras dos formacione­s de ámbito nacional que amenazaban seriamente su hegemonía. El PP gira al centro, sea eso lo que sea, pero el votante no le va a seguir. No en pleno incendio. El PSOE se presenta como el centro de todo mientras se desplaza hacia una izquierda extrema, arrebata a zarpazos desde el Gobierno las atribucion­es del resto de poderes del Estado y trabaja en una modificaci­ón del modelo territoria­l que no seguirá la vía de la reforma constituci­onal porque no le dan los números.

¿Y qué hará su público, digo sus votantes? Seguirle. Porque ahí sí están apegados a unas siglas. Los que no pudieron tolerar a Sánchez hace tiempo que se fueron, dejando un suelo electoral altísimo que no alcanzará para gobernar en solitario, pero sí para seguir aplicando esa estrategia que nadie en el otro lado consentirí­a: pactar con todo lo que se mueve fuera de la derecha nacional. Luego mantendrán a esta como al enemigo cuya mera existencia resulta deplorable. Esta gente tiene buenas tragaderas. Y si el ambiente está crispado será por Ayuso.

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