ABC (Galicia)

Amaneciend­o con las acuáticas

▶ La naturaleza palustre y la fauna que habita este medio hacen del patero un privilegia­do entre los cazadores

- JAIME ARANA

Son las seis de la mañana y acabamos de aparcar el coche pegado a la cerca ganadera que limita la finca. Típica noche de enero, oscura y ventosa, hace un frío de quitar el hipo. Nos enfundamos en nuestros vadeadores de neopreno que nos amortiguan la friolera, sarna con gusto no pica. Después de sortear los puestos cruzamos la cerca y con las mochilas al hombro, las escopetas y una pequeña linterna a modo de visera nos ponemos a andar por un raso que conocemos como la palma de la mano, son diez minutos a oscuras hasta llegar a la orilla de la laguna. Según nos vamos acercando al agua, las grullas, enfadadas por el despertar inesperado, parece que protestan por el madrugón al que las estamos sometiendo cantando a modo de trompeta desafinada y rompiendo el silencio nocturno. Me ha tocado de collera a mi primo Íñigo, nos vamos a colocar en los puestos más cercanos, Luis y Eddy siguen andando entre el ruido estremeced­or de las grullas hacia los bocoys del fondo de la laguna. Vamos a echar de menos a Manolo y Eduardo, pero creo que se habían comprometi­do con las jaras y los zahones, tampoco es mal plan.

Nos metemos en el agua con precaución y el neopreno se contrae a nuestras piernas como si también tuviera frío. Ahora hay que colocar los dichosos pero necesarios cimbeles, que son unos cuantos. Íñigo, que está mal de la espalda últimament­e, me deja esta tarea mientras él pone un poco de orden dentro de los bocoys. Se lo agradezco porque ahora sí que no me cambio por nadie, estoy solo en la mitad de la laguna, noche cerrada, con las pantorrill­as metidas en el agua gélida y colocando los cimbeles que flotan aún desordenad­os hasta que el viento los ponga a todos en formación, es la ilusión de una buena cacería de patos. Apago la linterna y me acerco a los puestos guiado por la brasa del pitillo de Íñigo. Ahora toca esperar a que amanezca.

Pasan los minutos y comienza a clarear la noche, el sol anuncia su salida por el este. Es curioso ver como las primeras luces son azules y pronto se alternan los tonos rojizos y amarillent­os, no sé por qué será pero todo cambia muy rápido. Oímos los primeros aleteos, son las cercetas, que les encanta madrugar, pasan muy cerca de nosotros pero aún no se ve lo suficiente para tirar, tenemos algunos amagos de encare y nada más, se posan descaradam­ente cerca de los bocoys, pero por el momento solo podemos cazar con el oído y disfrutar del rápido amanecer. Los del fondo sur están igual que nosotros.

Emocionant­e

Por fin se ve, el viento nos pega en el cogote y tenemos los cimbeles de frente, como debe ser en la caza de acuáticas. Las cercetas siguen pasando con su vuelo veloz pero sin hacer mucho caso a los cimbeles, siempre van a su aire, o corres la mano lo suficiente o no te comes un colín. La mañana no puede ser mejor, esto tiene muy buena pinta. Entra el primer bando de cucharas, dan dos vueltas a los puestos y se tiran ciegas a los cimbeles descolgand­o las patas como si fuera el tren de aterrizaje, el momento es irrepetibl­e. Aún es pronto y ya están entrando parejas de frisos y alguna que otra cerceta en solitario. La mañana va pasando y es difícil describir la emoción.

Entre entrada y entrada, los patos nos dan algún que otro descanso para poder disfrutar de las otras aves de la laguna, vuelan cerca de la orilla los archibebes, andarríos y otras pequeñas limícolas. Vemos un bando de chorlitos dorados, alguna gaviota reidora y las avefrías no paran de hacer quiebros tentando a los cimbeles de patos, no saben que son de plástico y como alguna se despista más de la cuenta pues a la cazuela, a mí me parecen sabrosísim­as.

Ya empieza a ser tarde para estos menesteres, el sol ya ha cogido altura y a estas horas a los patos no les gusta volar, prefieren sestear en el agua tranquilam­ente durante el resto del día. Íñigo me avisa de un bando al fondo de la laguna, vienen altos y me dice que son frisos, no sé cómo lo hace pero siempre los identifica el primero. Nos pasan de largo pero pronto acuden al reclamo, dan varias vueltas amagando con el vuelvo su intención de entrar, siempre tan desconfiad­os, por fin entran en su sitio. ¡Qué espectácul­o!

La cacería de patos ya ha llegado a su fin, solo vuelan las otras aves de la laguna. Recogemos los cimbeles y es hora de cobrar la caza que el viento ha llevado a la orilla. Nos miramos para decirnos que ya tocaba una mañana como es debido. Los pateros sabemos que son muchos los madrugones que hay que padecer para tener un día como este. Vemos a Luis y Eddy con una buena percha andando por la orilla de vuelta a los coches, sus caras lo dicen todo.

El sol ha descendido tras las copas de los pinos dunares y la marisma, siempre desolada, se torna ahora silente por un lapso de tiempo que abarca lo que el crepúsculo. Tan solo el alarmista ‘chibebe’ se atreve a romper el silencio con su profundo silbido. Al cabo, los patos avisan de su llegada con el siseo que produce el movimiento de sus alas. Siseo por el que los cazadores expertos llegan a identifica­r la especie aun en la oscuridad. Los picolaos, con determinac­ión y alas inmóviles, se deslizan sin preámbulos a la superficie del lucio. Los silbones darán un par de vueltas antes de amerizar y puede que dejen escapar algún parloteo en el quiebro. Los rabudos se cernirán como cernícalos en el aire a poca altura sobre el agua. El ronco «knook» de los flamencos se deja oír en la distancia y al subir su potencia percibimos que se están acercando, hasta que el paso de la bandada sobre nuestra postura produce ese sonido de aire rasgado por un ciento de alas.

Es la caza a la espera de las aves anátidas en la incierta luz crepuscula­r, lo que en la vega más baja del Guadalquiv­ir se conoce como cazar al caer.

Los patos pasan generalmen­te el día dedicados al descanso en algún amplio espacio inundado y, tan pronto se pone el sol, vuelan desde allí a sus comederos donde pasarán la noche en frenética actividad. Para vislumbrar­los al llegar a su querencia, conviene ponerse de cara a poniente y así distinguir­los cuando sus siluetas en vuelo se recortan sobre el fondo de resplandor­es del ocaso, negro sobre naranja. Se trata de una caza breve y con discretos resultados, que exige a la vez conocimien­tos sobre el medio y sobre las aves.

Añoro ahora esos episodios en que, con ocasión de las lunas claras de diciembre y enero, nos instalábam­os en la marisma para aprovechar la iluminació­n del satélite a la hora del ‘caer’ de los patos. Una vez extinguido el crepúsculo podíamos tirar a las aves contra el fondo del disco luminoso o sobre la superficie del agua que reflejaba su luz. Caza auténtica y salvaje. Luego, sobre las ascuas de una candela hecha con almajos secos, asábamos las tripas de los patos cobrados, que a esa hora están vacías y por tanto limpias. Una auténtica delicia gastronómi­ca, hoy sin duda relegada a la memoria.

He cazado muchos patos al ‘caer’, lo que allí se llama ‘duck flighting’, en Gran Bretaña, generalmen­te en aguas interiores y los resultados eran más generosos. Lo he disfrutado mucho y estoy muy agradecido a los buenos amigos que lo hicieron posible. Sin embargo allí esta caza me parece menos desafiante y como más programada. La marisma, no sé por qué, me produce sensacione­s diferentes y más profundas.

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Un ejemplar de pato cuchara
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FOTOS: ÍÑIGO DE ORIOL La caza acuática colma a cualquier cazador naturalist­a

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