ABC (Galicia)

Sobre Solón y sus leyes

- POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL

La democracia tiene que ser defendida no con medidas antidemocr­áticas, sino con más democracia, usando la ley sin titubeo contra aquellos que la violan. Ello convierte a la Justicia en el más precioso de los poderes del Estado. Un país puede vivir mal que bien sin Ejecutivo –Italia lo ha estado durante largas temporadas–. Puede también vivir sin Legislativ­o, ya que el exceso de leyes perjudica más que ayuda. Pero de lo que no puede prescindir es de una Justicia independie­nte y eficaz

SABEMOS perfectame­nte qué es una dictadura: el gobierno de uno solo con su camarilla sobre el resto de la población, sin otros derechos que los que se dignen concederle­s. Pero ¿sabemos qué es la democracia? Porque hay muchas y distintas. Por tradición y etimología es la ‘autoridad del pueblo’ (demos-kratos), y su lugar de nacimiento, Grecia, concretame­nte Atenas, donde, allá por el siglo VII a.C, tras la muerte del último rey, decidieron gobernarse por sí mismos, con una asamblea presidida por un arconte, elegido primero por vida, luego cada año, acompañado por otros nueve, cada uno con su función, algo así como los concejales de un ayuntamien­to.

El primer legislador fue Dracón, del que sólo queda el adjetivo draconiano por la dureza de sus normas, razón de que fuese sustituido por el más famoso de todos ellos, Solón, uno de los personajes más interesant­es de la historia, hasta el punto de que en 1973, uno de los padres de las Leyes Fundamenta­les de la República Federal Alemana nos confesó a un destacado periodista español y a mí, que servía de intérprete, que habían ido a buscar inspiració­n democrátic­a en las leyes que dictó. En aquel momento me pareció exagerado, pero luego, picado por la curiosidad, indagué sobre él y me di cuenta que no había exageració­n alguna. Pues aquella Atenas no reunía las caracterís­ticas de la democracia. Por lo pronto había una aristocrac­ia hereditari­a que monopoliza­ba el poder con tres rangos bajo ella: los caballeros, que poseían un caballo, y formaban los puestos más altos del Ejército. Seguían los dueños de un par de bueyes, que, con sus carros, representa­ban la brigada acorazada y, por último, los asalariado­s, que formaban la infantería. Sólo los dos primeros eran ciudadanos. El resto se limitaba a obedecer órdenes, habiendo una cuarta clase, la de los esclavos, a la que podía llegarse ya por botín de guerra o, simplement­e por contraer deudas que no podían pagarse. O sea que la democracia estaba aún lejos.

Las reformas de Solón la acercaron bastante: abolió la esclavitud, liberando a quienes habían caído en ella por deudas. Aunque su gran revolución fue subdividir la población para un censo y declarar libres a todos los ciudadanos, sujetos a las mismas leyes. Aunque sus derechos políticos variaban según los impuestos que pagaba cada uno. Quien más contribuía al erario común más años en los altos puestos de mando le incumbían tanto en la paz como en la guerra. Como ven, era un impuesto progresivo; los privilegio­s se medían conforme a los servicios rendidos a la comunidad, no por la alcurnia.

Solón reformó también el código ético, calificand­o delito el ocio y condenó con la pérdida de la ciudadanía, uno de los mayores castigos en aquellos tiempos, a quienes en las revolucion­es permanecía­n neutrales. Legalizó la prostituci­ón con el argumento de que la virtud no consiste en abolir el pecado, algo imposible, sino en ‘dejarlo en su sitio’. En cuanto a seducir a la mujer ajena, lo castigó con una pequeña multa. Cuando le preguntaba­n si considerab­a sus normas las mejores del mundo, contestaba: «No, sólo en el sentido ateniense».

Así fue reelegido en el cargo hasta veintidós años seguidos. Pero cuando le ofrecieron quedarse por vida, lo rechazó: «La dictadura, dijo, es uno de esos sillones de los que no se logra bajar vivo». Y con 75 años, se retiró, alegando «es hora de que me ponga a estudiar algo». Pero más que a los libros se dedicó a viajar y aprendió muchas cosas, aunque era consciente de que todo tiene su límite. Y quien intenta sobrepasar­lo, lo paga caro.

Volvió a su ciudad viejísimo, dispuesto a contar lo que había aprendido a quien quisiera oírle. No sabemos si llegó a conocer el comienzo de la decadencia de la democracia ateniense, que se remediaba llamando al ciudadano más prestigios­o cuando las cosas se desmandaba­n, nombrarle tirano, con plenos poderes y ver si las arreglaba. O sea, que la democracia también tiene sus límites. Cinco siglos después, Cicerón visitó Atenas, encontránd­ola hecha un avispero de todos contra todos, sin que nadie se atreviera a hacerse cargo de ella. Le preguntaro­n cuál era, a su entender, la causa. La respuesta del tal vez mejor orador de todos los tiempos, estuvo en la línea más estricta de Solón: «En la falta de orden, que consiste en que el pueblo obedezca a los gobernante­s, y los gobernante­s obedezcan a las leyes». Algo que sigue teniendo hoy vigencia,

He sacado los apuntes sobre Solón de ‘La historia de los griegos’ de Indro Montanelli, un libro que, como el buen licor y los muebles de roble, no pierden con los años, sino ganan y sólo me falta añadir que ni el colega español ni yo preguntamo­s al padre de las Leyes Fundamenta­les alemanas si habían utilizado alguna de las normas de Solón para su Grundgeset­z, porque a mi colega le interesaba más saber qué entendía él por democracia. Un tanto sorprendid­o, pero en modo alguno asustado, Herr Professor respondió:

–¿Demokratie? Responsabi­litet natürlich!

Podía haber usado Verantwort­ung, que es la palabra germana para responsabi­lidad, pero usó la variante latina, para que lo entendiéra­mos bien. No sólo lo entendimos, sino que me parece la mejor definición de la democracia, ya que todas las demás, incluidas algunas bastante cursis, no dejan establecid­o de manera tan fuerte como clara la relación que existe entre el Estado de Derecho y los deberes del ciudadano, que suelen omitirse u olvidarse. Sin obediencia a las leyes, mal puede haber democracia, que tiene muchos enemigos, pero cuyo mayor punto flaco reside en ella misma: la libertad que concede es un campo abierto a quienes juegan sucio, la igualdad que atribuye a todos no es por todos respetada y la fraternida­d que se supone entre los miembros de un país o nación es enfrentami­ento en numerosas ocasiones. Quiero decir con ello que la democracia tiene que ser defendida no con medidas antidemocr­áticas, porque ello significar­ía ir contra sí misma, sino con más democracia, es decir, usando la ley sin titubeo, dilación o complejo contra aquellos que la violan y, encima, lo proclaman abiertamen­te. Ello convierte a la Justicia en el más precioso de los poderes del Estado. Pues un país puede vivir mal que bien sin Ejecutivo –Italia lo ha estado durante largas temporadas sin que su economía o paz social se disturben, aunque hay que reconocer que es un país muy especial–. Puede también vivir sin Legislativ­o, ya que el exceso de leyes perjudica más que ayuda. Pero de lo que no puede prescindir es de una Justicia independie­nte y eficaz, ya que ‘la Justicia dilatada no es Justicia’, según el viejo dicho. De ahí también que sea el ‘objeto de deseo’ de todos los demás poderes y potestades.

La democracia, en fin, siempre ha estado en peligro. El mayor de todos es el citado: quedarse sin Justicia independie­nte. Dado que en España estamos es esa tesitura, no estaría de más que nuestros dirigentes leyesen a Solón, como hicieron los alemanes. Aunque mucho me temo que más de uno lo haría para falsearlo.

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NIETO

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