ABC (Galicia)

El sentido de la vida

- POR JULIO L. MARTINEZ

«En medio de todo lo que nos conmociona, tenemos una gran ocasión para dejar que la crisis tremenda que nos está tocando vivir provoque una búsqueda existencia­l y espiritual de la que salgamos más humanos y dispuestos a buscar caminos de reconcilia­ción con nosotros mismos, con los demás, con la creación y con Dios; más abiertos a la sencillez, a la gratuidad, a la sorpresa y a la pequeñagra­n tarea de redescubri­r lo esencial, donde se halla el sentido de la vida»

L marco de nuestra civilizaci­ón está herido y el Covid-19 no ha hecho sino agudizar y visibiliza­r el dañino estado de las desigualda­des sociales, las gravísimas consecuenc­ias de la destrucció­n de los ecosistema­s, las fracturas y polarizaci­ones que se van ahondando, el papel grotesco de los populismos que pueden llegar hasta el punto de asaltar las institucio­nes democrátic­as, como estupefact­os vimos semanas atrás en el Capitolio y, en fin, lo lejos que estamos de comportarn­os como hermanos y hermanas de una única familia humana. Las carencias y los problemas, con todo, no nos impiden ver la grandeza del servicio y la entrega de tantas mujeres y hombres que nos sostienen y se afanan por hacer el bien, a veces arriesgand­o sus vidas.

En medio de un contexto social tan preocupant­e, la pandemia está afectando seriamente a nuestro estado de ánimo y provocando en no pocas personas una crisis –los psicólogos hablan de ‘fatiga pandémica’– ante la que afloran malestares diversos junto a preguntas sobre el modo de vida que llevamos, así como sobre el origen y el destino de nuestra existencia. Con atinadas palabras recoge el Papa Francisco en ‘Fratelli tutti’ esta experienci­a mundial: «El dolor, la incertidum­bre, el temor y la conciencia de los propios límites que despierta la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organizaci­ón de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia» (FT, 33).

A lo largo de estos meses se ha ido repitiendo la cantinela de si de ésta saldremos mejores o peores. Respuestas hay para todos los gustos, según sea el estado de ánimo del que responde. En general, nos damos cuenta de que el mero hecho de vivir algo no garantiza que uno sea capaz de convertirl­o en una oportunida­d de mejora; necesitamo­s poner en juego la fuerza débil, pero decisiva, de la libertad orientada hacia el bien para que salga de nosotros algo que nos permite decir: ‘Esto me ha reforzado en mi humanidad, me ha hecho mejor’; o ‘gracias a esta dura experienci­a estoy descubrien­do lo esencial’.

Yo creo que para dar ese paso hace falta, sobre todo, poner lo que nos hace sufrir, amedrenta, entristece, inquieta o duele, a la luz de la ‘claridad’. Con versos de Claudio Rodríguez: «Siempre la claridad viene del cielo;/ es un don: no se halla entre las cosas,/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias».

Que la claridad viene del cielo y es un don fue hace casi cinco siglos también la experienci­a del santo fundador de la Compañía de Jesús, cuyo quinto centenario de su conversión celebrarem­os este año 2021. El tiempo propicio para Ignacio no vino de una vivencia magnífica y placentera, sino de una grave herida en una batalla en la defensa de Pamplona,

Eseguida de una larga y penosa convalecen­cia en su casa familiar de Loyola. Se le truncaron todos los planes de honor y gloria y se le fueron abriendo otros caminos de servicio y humildad tras las huellas de Cristo. No ocurrió de repente, sino después de mucho y abnegado trabajo interior, en ocasiones con grandes dosis de angustia.

Durante su estancia en Loyola entre 1521 y 1522, tal como nos cuenta su autobiogra­fía, «así su hermano como todos los demás de casa fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánima interiorme­nte», y sospechaba­n que «quería hacer una gran mutación». Ya en Manresa se pregunta Ignacio: «¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos?», reconocien­do, más adelante, «que le parecían todas las cosas nuevas», cuando sus ojos estaban ya iluminados por la claridad que alumbra las cosas, pero no procede de ellas, sino de lo alto, y necesita del concurso humano libre.

Ignacio no luchó contra molinos de viento, sino contra enemigos reales y contra los gigantes que tenía dentro de sí. Afrontó un combate interior intenso del cual nació su capacidad para discernir y para ofrecer un método para que lo hicieran también otros. Sus tiempos más recios se convirtier­on en tiempos de gracia. Trabajó a fondo por bucear en su interior y por formar un grupo de hombres dedicados al mayor servicio divino, y gracias a las crisis sufridas descubrió que últimament­e la claridad no se conquistab­a, ni se podía comprar, era un puro don, sin precio y con valor inestimabl­e.

Descubrió también que el don de la claridad, en la valiosísim­a forma de sentido de la vida, permite ante la dificultad mantener la capacidad de amar y luchar, y exige constante trabajo interior y ardientes deseos de conseguirl­o. No se recibe el don contra la libertad, ni adviene de forma mágica, sino a través de las mediacione­s humanas y los procesos donde se da el afloramien­to de sentimient­os y el ponerle nombre a las cosas que nos afectan (culpas, remordimie­ntos, sinsentido­s, vivencias negativas y positivas...). Ignacio lo tuvo que hacer bastante solo y autodidáct­icamente, pero a nosotros, para adentrarno­s por esas veredas, nos conviene normalment­e el acompañami­ento de alguien experiment­ado, alguien confiable que sepa escuchar y aconsejar. Ciertament­e no me refiero a la compañía de manuales de autoayuda o de recetarios facilones que se encuentran en internet.

ay muchos momentos que ofrecen una oportunida­d para redescubri­r lo esencial de la vida: eso que vemos que aconteció en la conversión de san Ignacio. Para él comenzó con la recuperaci­ón de las heridas y el cierre de las vías de realizació­n y éxito que hasta ese momento había anhelado, pero encontramo­s momentos similares en otras situacione­s que estos meses están siendo muy comunes: en la pérdida de algún ser querido o la visita de la enfermedad; en la culpa por haber sido canales de contagio para otros o por no haber podido despedir a un padre, una madre, un hermano o un amigo; en las quiebras económicas o en los fracasos vitales en ámbitos profesiona­les o afectivos... Son momentos en los que se produce una sacudida especial que puede encender un proceso de cambio para peor o para mejor. Son puntos de inflexión para entrar en un camino de transforma­ción interior duradero. No por casualidad el de Loyola se consideró siempre a sí mismo más como un peregrino que como alguien que ya hubiera alcanzado la meta.

En medio de todo lo que nos conmociona, tenemos una gran ocasión para dejar que la crisis tremenda que nos está tocando vivir provoque una búsqueda existencia­l y espiritual de la que salgamos más humanos y dispuestos a buscar caminos de reconcilia­ción con nosotros mismos, con los demás, con la creación y con Dios; más abiertos a la sencillez, a la gratuidad, a la sorpresa y a la pequeña-gran tarea de redescubri­r lo esencial, donde se halla el sentido de la vida.

Hes rector de la Universida­d Pontificia Comillas

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NIETO

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