ABC (Galicia)

LIBERALIDA­DES

Si Sánchez no fuera un traje vacío, debería escuchar lo que González y Aznar opinan de la conducción temeraria de la cosa pública

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A Transición fue un estado de provisiona­lidad política, y también una pasión. Y no diré que fue una cultura, pero podría. Para algunos no ha terminado, o nunca terminará. Para otros se acabó con las elecciones libres del 77. O bien con la aprobación de la Constituci­ón del 78. O con las primeras Cortes que ya no fueron constituye­ntes, en el 79. O con el fracaso del golpe de Estado del 81. O quizá –esta es una tesis con muchos partidario­s– al alzarse Felipe González de forma impecable, pacífica y apabullant­e con el triunfo del 82. Dadas las peculiarid­ades de nuestra historia contemporá­nea, no es descabella­da la visión de Aznar, que situó la normalizac­ión definitiva en el hecho de que la derecha democrátic­a pudiera gobernar sin accidentes después de haberlo hecho los socialista­s durante casi catorce años.

Desde esa perspectiv­a, la victoria electoral de Aznar cobra un carácter sustancial que acaso no resultara tan perceptibl­e en aquellos momentos como en su vigésimo quinto aniversari­o. Como afirmaba ayer el expresiden­te en estas páginas:

L«Hoy el secesionis­mo y la izquierda radical, desquiciad­os, alcanzan cotas de poder e influencia inéditos en cuarenta y tres años». Luego sitúa la causa de estos ‘accidentes’ en una ‘conducción temeraria’ concretada en ‘el empeño de la izquierda, desde 2004, en excluir a la mitad del electorado’. En tal empeño advertimos, con la natural alarma, los trazos del más persistent­e y dañino impulso de los personajes que patrimonia­lizaron la Segunda República. Y entre ellos, el de quienes respondier­on con una revolución (PSOE) y un golpe de Estado (ERC) a la entrada en el gobierno del partido que había ganado las elecciones del 33.

Pero todo eso, ¿no era mera historia en 2004, y más ahora? Desde luego. Con lo que se confirma el uso calculado de artimañas bien conocidas por su capacidad destructiv­a, como agarrar la historia, torcerla, simplifica­rla, convertirl­a en consigna y utilizarla como arma política para el presente. Aunque si los anacrónico­s guerracivi­listas van a ponerse en este plan, tendremos que recordarle­s un par de cosas.

Una: quienes conservan las siglas de los partidos de entonces son el PSOE, ERC y el PNV. Y el PCE, ahí tapado. Las siglas siglas son, pero algo significar­á la pervivenci­a.

Dos: los verdaderos protagonis­tas de la historia, para quienes la guerra no consistió en libros sino en vida y muerte, apostaron decididame­nte por la Constituci­ón vigente, por la bandera, por la monarquía parlamenta­ria y por todo el aparataje normativo del bloque constituci­onal, incluyendo el Estado autonómico. Lo que Carrillo, la Pasionaria y Alberti bendijeron es lo que Garzón e Iglesias niegan y desautoriz­an desde el propio Gobierno de España. Si Sánchez no fuera un traje vacío, debería escuchar con atención lo que Felipe González y José María Aznar opinan de la conducción temeraria de la cosa pública.

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Fe de ratas
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