CAMBIO DE GUARDIA
¿A cuántos de los que nos precedieron hemos almacenado en limbos transitorios entre vida y muerte?
SABÍAN los griegos que envejecer es triste: lo más triste. Y no se lo ocultaban. Saberlo les imponía honrar a sus mayores: en el honor de esos ancianos veía cada guerrero, aqueo como troyano, la raíz de su propio honor, de su ‘areté’, su excelencia. Y quien los deshonraba se volvía ajeno a ley y a ciudad: a aquello que es parapeto frente al envilecimiento y en lo cual un griego cifra la condición humana. En el fragor de la batalla, cuando cualquier obstáculo en la huida es certeza de perecer, Eneas carga a hombros con su padre, Anquises, porque la vida de quien abandonó a sus mayores es peor que la muerte.
Pierre Corneille, que quiso entroncar, más que ningún escritor del siglo XVII, con la devoción del griego clásico, hace resonar ese imperativo en un pasaje conmovedor del ‘Cid’, en el que don Diego exige que su hijo cumpla el principio irrevocable que hace del honor de un padre la condición íntegra del hijo: «Ve contra el arrogante y prueba tu coraje. / Sólo con sangre se lava tal ultraje. / Muere o mata». Y Rodrigo sabe que sería menos que nada si no estuviese dispuesto a pagar con su propia tragedia tal precio.
Puede que la más amarga constancia de nuestro mundo sea hoy la completa devaluación de lo que la figura del anciano ha venido simbolizando en las sociedades humanas. Un hombre viejo, todo lo ha visto y todo lo sabe. Estorba en una sociedad que nada quiere recordar haber visto, que a nada ha renunciado con más furor que al saber. «No es éste un país para hombres viejos», escribe Yeats en el arranque de su ‘Navegación hacia Bizancio’. Era 1928, y el lamento del enorme poeta irlandés podía sonar excesivo. No es éste un mundo para hombres viejos: es el lema fundacional de la sociedad feroz en que vivimos.
Al cabo de tantos meses, la administración española se ha dignado dar la cifra de los ancianos que murieron en el abandono de las residencias: 29.408. Una fría enumeración del espanto. Cifrado de otro modo: casi la mitad de las vidas segadas por la pandemia. Y me pregunto si de verdad nos damos cuenta de lo que ese 29.408 dice de nosotros: de nuestra incapacidad para defender mínimamente a los indefensos; pero también de las escalofriantes cifras que hacen de nuestras residencias de ancianos un inmenso varadero de aquellos en los que ya sólo vemos un estorbo. No conozco la cifra. Confieso que sólo esos 29.408 me han movido a preguntármela: ¿a cuántos de los que nos precedieron hemos almacenado en limbos transitorios entre vida y muerte? ¿A cuántos hemos decidido borrar de nuestro recuerdo?
La dama a la que evoca un poeta del siglo XVI sabe que llegará el día en el que será vieja. Le quedará un recuerdo: «Ronsard me cantó cuando yo era bella». ¿Qué belleza podremos evocar nosotros? Nada sabremos de aquella enamorada melancolía que estremecía a François Villon al añorar sus ‘nieves de antaño’.
ALÓ presidente’, la infinita homilía televisiva de Hugo Chávez, constituía un espectáculo tragicómico (cómico para los europeos, que veíamos con hilaridad sus paridas, y trágico para los venezolanos, que sufrían aquellos disparates). No faltaban cancioncillas, plegarias, idas de olla y bailoteos del sátrapa. Pero el clímax de cada emisión llegaba cuando el comandante resolvía los problemas económicos con su fórmula magistral de una sola palabra mágica: ‘¡Exprópiese!’. Y lo hacía: entre 2002 y 2012 nacionalizó unas 1.200 empresas, con lo que consiguió machacar la inversión, y a la postre, la economía de un país riquísimo.
En 2013, un joven profesor madrileño, un tal Iglesias Turrión, expresaba en la televisión venezolana, y de la manera más empalagosa, su admiración por la dictadura bolivariana, «un ejemplo democrático». «Lo que está ocurriendo aquí es la demostración de que hay alternativa», celebraba con vocecilla emotiva y teatral. Si alguien nos hubiese dicho entonces que aquel chaval que pelotilleaba al régimen de Chávez acabaría siendo vicepresidente y que en España se imitaría al chavismo, pensaríamos que nuestro interlocutor se había zampado un tripi. Pero aquí estamos. Ya hemos tenido nuestro propio ‘Aló presidente’ con los sermones televisivos de Mi Persona, semanales hasta que pasó a ponerse de canto ante la epidemia. También observamos, como en el chavismo, amenazas del Gobierno a la prensa e intentos de controlar a los jueces y eludir los controles democráticos. Así que solo nos faltaba la tercera pata del programa del comandante, el famoso ‘¡exprópiese!’. Y ya ha llegado: 56 viviendas confiscadas en Baleares a sus empresas propietarias bajo el argumento de que incumplían su ‘función social’ de ser utilizadas por la gente. Aplicando esa lógica kafkiana, ¿qué hacen muertos de risa en los concesionarios los automóviles de lujo que no acaban de venderse? ¡Exprópiense!, entréguense a los que no pueden compararse un coche. ¿Por qué permitimos que haya personas que guardan en los bancos ahorros que no tocan? ¡Exprópiense! ¿Qué es eso de tener un apartamento vacío en la costa para ir dos veces al año? ¡Exprópiese!
El problema medular de lo de Baleares es que no se trata de una rareza de un sector de iluminados del PSOE, sino que denota el espíritu del podemismo y del sanchismo polemizado que nos gobierna. No creen que la propiedad privada sea un derecho intocable –salvo si se trata del pazo de Galapagar– y sienten aversión hacia los éxitos económicos fruto del esfuerzo y talento personal, porque prefieren una rencorosa igualación a la baja a través de un reparto forzoso. Es decir, son lo que parecen: socialistas. Por eso crean inseguridad jurídica sobre el principio de propiedad, aprueban decretos que dan barra libre a los okupas, quieren limitar el alquiler y han comenzado a expropiar. Asombra que con lo que tenemos encima no acabe de despuntar una alternativa capaz de ganarles las elecciones. Casado, Arrimadas, Abascal: espabilen, pues ya estamos en la senda que lleva a los países al carajo.
Ni les gusta la propiedad (salvo la suya), ni valoran el esfuerzo