ABC (Galicia)

Jacobo Pérez-Seoane (1961-2021)

Caballero español Hijo del conde de Riudoms. Empresario y agente inmobiliar­io

- JAIME PATIÑO, CONDE DE TEBA

Cuentan que envuelto en las brumas de la zozobra, espoleando la melancolía, en una galopada hacia las estrellas, sobre el único nebuloso caballo que no pudo parar, vieron pasar a Jimmy Pérez de Seoane.

Todos tenemos luto en el corazón. Jimmy era ese personaje que no necesitaba de su elegante apellido para reconocers­e. Todos sabíamos que era él.

Pequeño de estatura, de inmensa sonrisa, y gigantesco carisma, su alegre voz cascada resonaba siempre en saludos vocativos que recordaban a un vehemente centurión romano.

Poseído de una alegría de vivir que transmitía en todo, su temperamen­to fogoso era a duras penas dominado por su fuerza de voluntad. Carente de la más remota maldad, sus excesos de tono los purgaba contrito en su profunda religiosid­ad. Acudía casi a diario a oír misa. Pero guardando su experienci­a mística solo para sí mismo. Su profunda fe le servía como una palanca que le elevaba discretame­nte en lo moral, sin imponer nada a nadie ni hacer ostentació­n alguna.

Inició mil negocios, pues todos sabían que su don de gentes era un seguro valor añadido. Su sentido de la amistad excedía lo razonable. Era capaz de todo por un amigo. Aunque se dedicara más a los negocios inmobiliar­ios, donde su franqueza incuestion­able transmitía seguridad y certeza. Pero siempre manteniend­o en lo profundo esa distancia, ese velado desprecio por el vil metal que ha de guardar en lo más hondo de su ser un caballero español.

Yo le conocí a caballo. Como dice Lolo, las amistades forjadas a lomo de un caballo tienen algo de sobrenatur­al, pues parecen firmadas por un notario celestial.

Montando y domando potros desconocía el miedo y su valor rozaba la temeridad. Los caballos le respetaban. Y montando un caballo alborotado y encabritad­o era capaz de continuar impasible la conversaci­ón, haciéndono­s reír a todos ignorando el riesgo y transmitie­ndo confianza al animal, que acababa calmando y sosegando.

Se lo había leído todo. La historia era su pasión. Tenía un enfoque global y siempre conocía la anécdota humorístic­a que te lo presentaba como algo que acabara de sucederle a él.

Pues ese tal vez fuera su defecto. El haberse equivocado de siglo. El era siempre ese prodigioso español excesivo, sin miedo a nada ni a nadie, que solo se arrodillab­a ante Dios y que siempre había estado aquí.

Su cuerpo curtido en heridas de mil batallas fatuas, su mirada penetrante y su inmensa sonrisa que vanamente intentaba teñir en picardía lo que en el fondo tenía de beatifica encajaba más en un capitán de los tercios.

Segundón en cada grande, parecían escritos para él los versos de Acuña, «español, a toda vena/ amé, reñí, di mi sangre,/ pensé poco, recé mucho,/ jugué bien, perdí bastante/ y, porque esa empresa loca/ que nunca debió tentarme,/ que, perdiendo ofende a todos,/ que, triunfando alcanza a nadie,/ no quise salir del mundo/ sin poner mi pica en Flandes».

Su última pica fue esa secreta y discreta lucha contra su devastador­a enfermedad que supo sufrir estoicamen­te en silencio.

Era el fiel reflejo de esa España eterna a la que siempre quiso defender si preciso fuere con su vida y como tal honrado muere aunque siempre viva en la memoria de cuantos tuvimos la suerte de conocerle. Jimmy, amigo, que la tierra te sea leve.

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